Introducción
En la catedral de Estrasburgo hay un reloj enorme que, a las 12 del día, hace desfilar a los doce apóstoles delante del Señor. En la base de tal reloj aparecen en cuatro partes los cuatro animales feroces de Dan 7, con la inscripción: Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma. Cuando uno averigua la época en que se agregó esa inscripción, descubre que corresponde a la Reforma. La ciudad de Estrasburgo fue una de las primeras en aceptar la reforma protestante y sólo en tiempos modernos devolvió esa catedral a la Iglesia Católica. La inscripción de esa interpretación apocalíptica no ha sido borrada, sin embargo, y continúa siendo llamativa para los turistas que prestan atención en ella.
Los cuatro reinos y sus críticos
Hoy, la mayoría de los intérpretes modernos hacen desembocar la estatua de Daniel 2 y las bestias feroces de Daniel 7, así como el resto de las profecías de Daniel, en la época en que suponen haber sido compuesto el libro de Daniel, es decir, en la época del rey griego seléucida Antíoco Epífanes del Siglo II a.C. Siendo que los documentos de Qumran y otros manuscritos antiguos del libro de Daniel, prueban una antigüedad mayor por el estilo de escritura, los comentarios más recientes admiten que trozos de las historias y profecías de Daniel existían antes, pero que fueron recompuestos por un autor posterior, siempre en el siglo II a.C. [Así como la vieja poesía española: “Moza tan fermosa non vi en la frontera..., faciendo la vía de cada traveño...”, revela características en el lenguaje hispano que hoy no se dan y que pertenecen a determinada época de la historia, así también los manuscritos más antiguos del libro de Daniel revelan características en la escritura que preceden al siglo II a.C.].
Todos hacen partir los imperios de Babilonia, pero para poder desembocar el cuarto en el gobierno griego de los seléucidas, los críticos escépticos dividen en dos el reino de los Medos y Persas (recordemos que aparecen unidos por los dos brazos a la altura del pecho). En Daniel 8:20, sin embargo, se describe al carnero con dos cuernos como un reino, el de los Medos y Persas, lo que prueba que Daniel no los vio como dos reinos diferentes. Los críticos hablan también de las uniones matrimoniales entre los reyes seléucidas y los reyes ptolomeos que, a pesar de eso, no lograron la unión en un solo reino. Pero no explican que después vino otro imperio, el romano, y que el Dios del cielo no haya levantado ese reino del que habló en la época de esos reyes griegos. Para adoptar esa interpretación tienen que pasar por alto, además, lo que creyó la iglesia cristiana sobre esas profecías en toda su historia. Una excepción es la época moderna con su escepticismo característico. Aunque en algunos siglos de la historia cristiana se haya ignorado esa profecía, en nuestra época no se la ignora, sino que se la rechaza con una interpretación que no toma en serio el texto bíblico.
Diez reinos
Algunos han objetado que, en diferentes períodos de la historia, hubo más y menos de diez reinos que sucedieron al de Roma, según la ocasión. Inclusive nuestros pioneros estaban divididos en 1888, frente al gran congreso de Mineápolis que definió mejor el tema sobre la Justificación por la Fe, tocante a la inclusión de los hunos o de los alamanes dentro de los diez.
No necesitamos entrar en esta discusión. Hubo 12 tribus de Israel y, aunque de José salieron dos, Efraín y Manasés, siguieron siendo considerados como doce debido a que Leví no recibió herencia como las demás (Números 1-3). Incluso en el libro del Apocalipsis, los dos hijos de José son mencionados como dos tribus separadas, y falta la tribu de Dan. El que después se sumen o se resten no quita su identificación con el número inicial.
Algo semejante podemos decir de los doce apóstoles. Después del suicidio de Judas quedaron once, hasta que los discípulos eligieron a Matías para reemplazar a Judas, y el Señor escogió a Pablo en su lugar. Pero el número 12 continúa siendo significativo en el símbolo junto con las 12 tribus de Israel, ambos teniendo su lugar en la ciudad de Dios. ¿Habría de extrañarnos que hoy, el Mercado Común Europeo esté compuesto por más de diez naciones?
Lo mismo podemos decir con respecto a los tres cuernos que fueron quitados para que pudiese comenzar a reinar el papado romano (“cuerno de pequeños comienzos”), según lo indicado en la profecía (Daniel 7:7, 20, 24). El lugar dejado por los hérulos, por ejemplo, fue ocupado por los ostrogodos que eran arrianos también, de manera que su desaparición no tiene nada que ver con el levantamiento del papado. El primer reino que salió en defensa del papado y se vio implicado en la desaparición de los visigodos fue Clodoveo. Fundó París como su capital (antiguamente era una aldea romana), en el año 508, año en que, según estudios más recientes, se bautizó como católico. Ese es el punto de partida para el comienzo de los 1290 días-años (Dan 12:12).
De Clodoveo se dice que “restauró la unidad cristiana y estableció en París la monarquía franca a base de una estrecha alianza entre el rey y la Iglesia”, [J. Pirenne, Historia Universal, p. 432]. Fue el mismo reino el que le dio el golpe de muerte al papado 1290 años después, conforme a la predicción de varios autores de la época ya antes de 1798. Los intérpretes historicistas de fines del siglo XVIII argumentaron que siendo que los francos habían sido los primeros en defender y apoyar al papado, debían ser ellos los que le diesen la herida mortal al concluirse los 1290 días-años. Hoy son todavía los franceses los que más se oponen a los intentos papales de lograr la unión europea con el reconocimiento oficial de las tradiciones cristianas de Europa (el papado romano y las iglesias que lo apoyan). ¿Serán ellos los últimos en sanar la herida?
El emperador Justiniano, por su parte, sería quien libraría al papado del reino ostrogodo, último de los tres cuernos opositores, en el año 538. Con su decreto daría autoridad al pontificado romano por sobre todas las demás iglesias.
“Se mezclarán con simiente de hombre” (Daniel 2:43)
¿Se trata de un cumplimiento literal que implique la unión matrimonial de príncipes y princesas europeas durante la época de los diez dedos o diez cuernos del cuarto reino? ¿O se trata de un símbolo de alianzas hechas entre dos partes desiguales—iglesia y estado—como lo fueron siempre el hierro y el barro? ¿Podría servir el símbolo para proyectar ambos hechos que se dieron en la historia?
La mayoría de los intérpretes adventistas tomó el símbolo de Daniel 2:43 como prueba de que Europa no se unirá jamás. Carlomagno en el siglo VIII, Carlos V en el siglo XVI, Napoleón en el siglo XVIII, y Hitler en el siglo XX, intentaron unir a Europa pero todos fracasaron. Los intentos por unir Europa en un Mercado Común fueron pronosticados por algunos también como imposible.
¿Qué podemos decir de una interpretación tal? Que aunque es buena y sólida desde la perspectiva histórica, es audaz al volverse categórica con respecto a sucesos que no se han cumplido y que no necesariamente están implicados en la visión. Por ejemplo, puedo aceptar que las naciones europeas continuarán con sus gobiernos propios, pero no negar o descartar un intento de confederación final que resalta en Apocalipsis 17:14, donde aparecen unidos para guerrear contra el Señor en ocasión de su venida.
Hierro y barro: Iglesia y Estado
Para el Espíritu de Profecía, el doble símbolo del hierro y del barro que se da antes de llegar a los diez dedos, a la altura del pie (Daniel 2:33,41-43), tiene que ver con la unión de la iglesia y el estado que se dio durante toda la Edad Media y se volvería a dar al final. Aunque los dos poderes se mantuvieron unidos en propósitos comunes, no dejaron de existir como entidades separadas. Tampoco se dio una fusión absoluta entre iglesia y estado en ninguna época de la historia. Así como el barro no puede soldarse con el hierro, tampoco esa unión que se dio sería sólida y estable. De W. Goets, Historia Universal (Espasa Calpe, Madrid, 1946), tomo III, pp. 9-13, leemos la siguiente descripción en relación con esta paradoja de unión separada o reino dividido:
“Románticos e ilusos han celebrado la Edad Media como una edad de oro. Nunca fue la Edad Media lo que se ha dicho de ella. Nunca fue esa vida piadosa de los hombres, esa unidad de Estado e Iglesia, esa armonía en la economía y en la vida de las clases sociales... La concepción medieval del universo no dio la paz a los pueblos occidentales, ni tampoco pudo impedir las sinrazones y las violencias en la vida diaria... Desenvolviose por doquiera una división de clases y estamentos con rigurosa jerarquía, con servidumbre del débil bajo el fuerte, con inseguridad en la vida continuamente amenazada por robo y pillaje, con desenfrenados instintos en los grandes como en los pequeños. El número de las mujeres que en la Edad Media fueron sencillamente muertas o brutalmente repudiadas por sus maridos, desde los príncipes hasta los aldeanos, es infinito...
“La Iglesia no consiguió educar en una vida ideal ni a los legos ni a sus propios servidores. La crónica escandalosa de la Edad Media en lo referente a clérigos y claustros es de una considerable extensión. El Estado y la Iglesia no condujeron a la Humanidad a su salvación, sino que se complicaron uno y otra en cuestiones y discusiones, y aun choques, que condujeron al envenenamiento de la vida y a desmedidas pretensiones de ambas partes. En estas luchas y sus consecuencias arruináronse el imperio y el pontificado de la Edad Media.
“La Edad Media posterior cosecha la siembra de la Edad Media anterior... El imperio cristiano... había nacido sobre un supuesto religioso: que por obra de la voluntad divina habían de regir el mundo el emperador y el papa, aquel en lo profano, y éste en los asuntos espirituales de la Humanidad. Pero en vez de una pacífica división de actividades, habíase producido una apasionada lucha del emperador y del papa por el poder. Y ambas partes se habían destrozado política y moralmente”.
De J. Pirenne, Historia Universal (Ed. Éxito, Madrid, 1961), tomo II, p. 60, leemos, además, que “bajo esta ficticia unidad [la de las instituciones laicas y religiosas del imperio carolingio], siguieron conservando una diversidad fundamental...”.
Naturaleza de la unión entre Iglesia y Estado
El matrimonio más largo e infeliz de la historia fue el del papado romano (poder religioso) con el estado europeo (emperadores y reyes). El problema se dio en que ninguno quiso dejar de ser cabeza. Ambos tenían coronas y se pelearon siempre por determinar quién era realmente la cabeza de ese hogar. En líneas generales, sin embargo, se reconoce que durante la Edad media, “para dominar las conciencias, [la Iglesia] buscó el apoyo del poder civil. El resultado fue el papado, es decir, una iglesia que dominaba el poder del Estado y se servía de él para promover sus propios fines y especialmente para extirpar la ‘herejía’”, [Conflicto de los siglos, p. 496].
El golpe de muerte para la Iglesia de Roma fue que su cónyuge, el estado, se liberó de ella. Era un grito de libertad de conciencia el que se impidiese a la iglesia ser reconocida oficialmente por el estado. Pedimos libertad para adorar a Dios conforme a nuestra conciencia, y sin interferencias entre nosotros y Dios. No pedimos que el Estado reconozca nuestras creencias por la ley porque creemos que nadie tiene derecho a imponer su fe a los demás. La ley civil no debe intervenir en eso ni sancionando ni rechazando.
La Iglesia Católica Romana, en cambio, ha vuelto a sus andadas anteriores, y el mundo está a punto de doblegarse a sus reclamos. Se presenta como liberadora de los pobres mediante un jubileo impostor (véase mi libro Jubileo y Globalización. La intención oculta). Pretende que es una injusticia el que las naciones europeas, que están trabajando con la Carta de Europa para su unidad política y comercial, ignore sus tradiciones cristianas. Si Europa, y más extensamente, el mundo, no terminan reconociendo los valores cristianos representados por los religiosos y cristianos en puntos comunes de fe, perderá su alma.
¡Sí, asombrosamente el papado reclama ahora libertad religiosa! Con el apoyo ya de las iglesias protestantes y ortodoxas, continúa insistiendo en el reconocimiento oficial de la Iglesia Cristiana representada por esas comunidades religiosas para Europa, sin lo cual considera que no hay libertad religiosa. Mientras que en la Edad Media no reclamaba libertad religiosa porque imponía libremente sus dogmas a todos los reinos, ahora lo que está reclamando es libertad para poder hacer lo mismo que hacía antes, con la salvedad de prometer ahora reconocer luego a otras religiones con las que está pactando. Considera que hay ciertas instituciones cristianas que necesitan un respaldo del estado para que no se deterioren. Entre ellas están las fiestas católicas y protestantes como Semana Santa, Navidad y el domingo, que deben ser amparadas por la ley.
Hasta ahora se le han opuesto ciertos políticos franceses porque, de darle el gusto, tendrían que renunciar a la razón misma de ser de la Republique Française. Pero ya hay síntomas de aflojar en la oposición a Roma de parte, por ejemplo, del primer ministro Jospin en Francia. El pluralismo religioso que ahora acepta Roma contribuye a alejar algo los temores de volver a la intolerancia medieval. Pero pocos se dan cuenta que ese pluralismo es limitado y condicionado a las prerrogativas de Roma. Tampoco parecen darse cuenta que bajo el alarde de pluralismo terminarán excluyendo a un remanente que guarda “los mandamientos de Dios y tiene la fe de Jesús” (Apocalipsis 12:17; 14:12).
Conclusión
Los reinos de los hombres podrán parecer sólidos como el oro, la plata, el bronce o el hierro. Pero su basamento es tan endeble como el intento de unir el hierro con el barro. La humanidad no podrá darse abasto a sí misma. Sucumbirá arrastrando tras sí todo el cúmulo cultural, político y religioso-pagano de los reinos que la precedieron, y que se había perpetuado en cada reino sucesivo. Como las dos torres que representaban la fortaleza del poderío económico mundial en Nueva York, así también la fortaleza de los reinos de este mundo se desplomará. Triste y doloroso es el hecho. Dios no lo quiso ni lo quiere. Pero lo permitió y lo hará finalmente, para acabar con el régimen de la fuerza y la opresión. “Los reinos de este mundo han pasado a ser de nuestro Señor y de su Cristo, y reinará por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 11:15). Ese reino no se corromperá jamás, y el Señor lo compartirá con sus humildes siervos que caminan y tiemblan ante él (Daniel 2:44-45; 7:22, 26-27).Los cuatro reinos y sus críticos
Hoy, la mayoría de los intérpretes modernos hacen desembocar la estatua de Daniel 2 y las bestias feroces de Daniel 7, así como el resto de las profecías de Daniel, en la época en que suponen haber sido compuesto el libro de Daniel, es decir, en la época del rey griego seléucida Antíoco Epífanes del Siglo II a.C. Siendo que los documentos de Qumran y otros manuscritos antiguos del libro de Daniel, prueban una antigüedad mayor por el estilo de escritura, los comentarios más recientes admiten que trozos de las historias y profecías de Daniel existían antes, pero que fueron recompuestos por un autor posterior, siempre en el siglo II a.C. [Así como la vieja poesía española: “Moza tan fermosa non vi en la frontera..., faciendo la vía de cada traveño...”, revela características en el lenguaje hispano que hoy no se dan y que pertenecen a determinada época de la historia, así también los manuscritos más antiguos del libro de Daniel revelan características en la escritura que preceden al siglo II a.C.].
Diez reinos
Algunos han objetado que, en diferentes períodos de la historia, hubo más y menos de diez reinos que sucedieron al de Roma, según la ocasión. Inclusive nuestros pioneros estaban divididos en 1888, frente al gran congreso de Mineápolis que definió mejor el tema sobre la Justificación por la Fe, tocante a la inclusión de los hunos o de los alamanes dentro de los diez.
No necesitamos entrar en esta discusión. Hubo 12 tribus de Israel y, aunque de José salieron dos, Efraín y Manasés, siguieron siendo considerados como doce debido a que Leví no recibió herencia como las demás (Números 1-3). Incluso en el libro del Apocalipsis, los dos hijos de José son mencionados como dos tribus separadas, y falta la tribu de Dan. El que después se sumen o se resten no quita su identificación con el número inicial.
Lo mismo podemos decir con respecto a los tres cuernos que fueron quitados para que pudiese comenzar a reinar el papado romano (“cuerno de pequeños comienzos”), según lo indicado en la profecía (Daniel 7:7, 20, 24). El lugar dejado por los hérulos, por ejemplo, fue ocupado por los ostrogodos que eran arrianos también, de manera que su desaparición no tiene nada que ver con el levantamiento del papado. El primer reino que salió en defensa del papado y se vio implicado en la desaparición de los visigodos fue Clodoveo. Fundó París como su capital (antiguamente era una aldea romana), en el año 508, año en que, según estudios más recientes, se bautizó como católico. Ese es el punto de partida para el comienzo de los 1290 días-años (Dan 12:12).
De Clodoveo se dice que “restauró la unidad cristiana y estableció en París la monarquía franca a base de una estrecha alianza entre el rey y la Iglesia”, [J. Pirenne, Historia Universal, p. 432]. Fue el mismo reino el que le dio el golpe de muerte al papado 1290 años después, conforme a la predicción de varios autores de la época ya antes de 1798. Los intérpretes historicistas de fines del siglo XVIII argumentaron que siendo que los francos habían sido los primeros en defender y apoyar al papado, debían ser ellos los que le diesen la herida mortal al concluirse los 1290 días-años. Hoy son todavía los franceses los que más se oponen a los intentos papales de lograr la unión europea con el reconocimiento oficial de las tradiciones cristianas de Europa (el papado romano y las iglesias que lo apoyan). ¿Serán ellos los últimos en sanar la herida?
El emperador Justiniano, por su parte, sería quien libraría al papado del reino ostrogodo, último de los tres cuernos opositores, en el año 538. Con su decreto daría autoridad al pontificado romano por sobre todas las demás iglesias.
“Se mezclarán con simiente de hombre” (Daniel 2:43)
¿Se trata de un cumplimiento literal que implique la unión matrimonial de príncipes y princesas europeas durante la época de los diez dedos o diez cuernos del cuarto reino? ¿O se trata de un símbolo de alianzas hechas entre dos partes desiguales—iglesia y estado—como lo fueron siempre el hierro y el barro? ¿Podría servir el símbolo para proyectar ambos hechos que se dieron en la historia?
La mayoría de los intérpretes adventistas tomó el símbolo de Daniel 2:43 como prueba de que Europa no se unirá jamás. Carlomagno en el siglo VIII, Carlos V en el siglo XVI, Napoleón en el siglo XVIII, y Hitler en el siglo XX, intentaron unir a Europa pero todos fracasaron. Los intentos por unir Europa en un Mercado Común fueron pronosticados por algunos también como imposible.
¿Qué podemos decir de una interpretación tal? Que aunque es buena y sólida desde la perspectiva histórica, es audaz al volverse categórica con respecto a sucesos que no se han cumplido y que no necesariamente están implicados en la visión. Por ejemplo, puedo aceptar que las naciones europeas continuarán con sus gobiernos propios, pero no negar o descartar un intento de confederación final que resalta en Apocalipsis 17:14, donde aparecen unidos para guerrear contra el Señor en ocasión de su venida.
Hierro y barro: Iglesia y Estado
Para el Espíritu de Profecía, el doble símbolo del hierro y del barro que se da antes de llegar a los diez dedos, a la altura del pie (Daniel 2:33,41-43), tiene que ver con la unión de la iglesia y el estado que se dio durante toda la Edad Media y se volvería a dar al final. Aunque los dos poderes se mantuvieron unidos en propósitos comunes, no dejaron de existir como entidades separadas. Tampoco se dio una fusión absoluta entre iglesia y estado en ninguna época de la historia. Así como el barro no puede soldarse con el hierro, tampoco esa unión que se dio sería sólida y estable. De W. Goets, Historia Universal (Espasa Calpe, Madrid, 1946), tomo III, pp. 9-13, leemos la siguiente descripción en relación con esta paradoja de unión separada o reino dividido:
“Románticos e ilusos han celebrado la Edad Media como una edad de oro. Nunca fue la Edad Media lo que se ha dicho de ella. Nunca fue esa vida piadosa de los hombres, esa unidad de Estado e Iglesia, esa armonía en la economía y en la vida de las clases sociales... La concepción medieval del universo no dio la paz a los pueblos occidentales, ni tampoco pudo impedir las sinrazones y las violencias en la vida diaria... Desenvolviose por doquiera una división de clases y estamentos con rigurosa jerarquía, con servidumbre del débil bajo el fuerte, con inseguridad en la vida continuamente amenazada por robo y pillaje, con desenfrenados instintos en los grandes como en los pequeños. El número de las mujeres que en la Edad Media fueron sencillamente muertas o brutalmente repudiadas por sus maridos, desde los príncipes hasta los aldeanos, es infinito...
“La Iglesia no consiguió educar en una vida ideal ni a los legos ni a sus propios servidores. La crónica escandalosa de la Edad Media en lo referente a clérigos y claustros es de una considerable extensión. El Estado y la Iglesia no condujeron a la Humanidad a su salvación, sino que se complicaron uno y otra en cuestiones y discusiones, y aun choques, que condujeron al envenenamiento de la vida y a desmedidas pretensiones de ambas partes. En estas luchas y sus consecuencias arruináronse el imperio y el pontificado de la Edad Media.
“La Edad Media posterior cosecha la siembra de la Edad Media anterior... El imperio cristiano... había nacido sobre un supuesto religioso: que por obra de la voluntad divina habían de regir el mundo el emperador y el papa, aquel en lo profano, y éste en los asuntos espirituales de la Humanidad. Pero en vez de una pacífica división de actividades, habíase producido una apasionada lucha del emperador y del papa por el poder. Y ambas partes se habían destrozado política y moralmente”.
De J. Pirenne, Historia Universal (Ed. Éxito, Madrid, 1961), tomo II, p. 60, leemos, además, que “bajo esta ficticia unidad [la de las instituciones laicas y religiosas del imperio carolingio], siguieron conservando una diversidad fundamental...”.
Naturaleza de la unión entre Iglesia y Estado
El matrimonio más largo e infeliz de la historia fue el del papado romano (poder religioso) con el estado europeo (emperadores y reyes). El problema se dio en que ninguno quiso dejar de ser cabeza. Ambos tenían coronas y se pelearon siempre por determinar quién era realmente la cabeza de ese hogar. En líneas generales, sin embargo, se reconoce que durante la Edad media, “para dominar las conciencias, [la Iglesia] buscó el apoyo del poder civil. El resultado fue el papado, es decir, una iglesia que dominaba el poder del Estado y se servía de él para promover sus propios fines y especialmente para extirpar la ‘herejía’”, [Conflicto de los siglos, p. 496].
El golpe de muerte para la Iglesia de Roma fue que su cónyuge, el estado, se liberó de ella. Era un grito de libertad de conciencia el que se impidiese a la iglesia ser reconocida oficialmente por el estado. Pedimos libertad para adorar a Dios conforme a nuestra conciencia, y sin interferencias entre nosotros y Dios. No pedimos que el Estado reconozca nuestras creencias por la ley porque creemos que nadie tiene derecho a imponer su fe a los demás. La ley civil no debe intervenir en eso ni sancionando ni rechazando.
La Iglesia Católica Romana, en cambio, ha vuelto a sus andadas anteriores, y el mundo está a punto de doblegarse a sus reclamos. Se presenta como liberadora de los pobres mediante un jubileo impostor (véase mi libro Jubileo y Globalización. La intención oculta). Pretende que es una injusticia el que las naciones europeas, que están trabajando con la Carta de Europa para su unidad política y comercial, ignore sus tradiciones cristianas. Si Europa, y más extensamente, el mundo, no terminan reconociendo los valores cristianos representados por los religiosos y cristianos en puntos comunes de fe, perderá su alma.
¡Sí, asombrosamente el papado reclama ahora libertad religiosa! Con el apoyo ya de las iglesias protestantes y ortodoxas, continúa insistiendo en el reconocimiento oficial de la Iglesia Cristiana representada por esas comunidades religiosas para Europa, sin lo cual considera que no hay libertad religiosa. Mientras que en la Edad Media no reclamaba libertad religiosa porque imponía libremente sus dogmas a todos los reinos, ahora lo que está reclamando es libertad para poder hacer lo mismo que hacía antes, con la salvedad de prometer ahora reconocer luego a otras religiones con las que está pactando. Considera que hay ciertas instituciones cristianas que necesitan un respaldo del estado para que no se deterioren. Entre ellas están las fiestas católicas y protestantes como Semana Santa, Navidad y el domingo, que deben ser amparadas por la ley.
Hasta ahora se le han opuesto ciertos políticos franceses porque, de darle el gusto, tendrían que renunciar a la razón misma de ser de la Republique Française. Pero ya hay síntomas de aflojar en la oposición a Roma de parte, por ejemplo, del primer ministro Jospin en Francia. El pluralismo religioso que ahora acepta Roma contribuye a alejar algo los temores de volver a la intolerancia medieval. Pero pocos se dan cuenta que ese pluralismo es limitado y condicionado a las prerrogativas de Roma. Tampoco parecen darse cuenta que bajo el alarde de pluralismo terminarán excluyendo a un remanente que guarda “los mandamientos de Dios y tiene la fe de Jesús” (Apocalipsis 12:17; 14:12).
Conclusión
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