viernes, 24 de junio de 2011

Desencallando Hogares Estancados*

 

Por: Robert J. Wieland
Prefacio
Puesto que en el mundo no hay personas perfectas, tampoco existen los matrimonios perfectos. Aquel que presume de no haber sido nunca tentado a creer que su esposo o esposa es insoportable, o bien oculta la verdad, o vive en un mundo de sueños. Por otra parte, la mayoría de las personas reconoce haber sido, en uno u otro momento, francamente… insoportable.
En algunas ocasiones, la característica que parece hacer tan insufrible a uno de los cónyuges es simplemente ese elemento misterioso que podemos llamar masculinidad o feminidad, y que tan a menudo es causa de malos entendidos. Un sincero esfuerzo por ponerse en el lugar del otro y comprender cómo siente y piensa el sexo opuesto, puede bastar para que la cualidad de insoportable se “evapore”, antes de que se evapore el matrimonio.
Cuando las partes móviles de una maquinaria están en estrecho contacto, es inevitable la fricción, haciendo imprescindible el aceite lubrificante. Un matrimonio que carezca del sentido del humor, corre serio peligro de ponerse al rojo vivo con facilidad.
Una pareja que acudió a mí en busca de consejo, parecía acumular obstáculos y pronunciamientos suficientes como para hacer encallar una docena de matrimonios. Sin embargo, eran capaces de echárselo todo a la espalda y de reírse hasta de ellos mismos. De eso hace ya más de una década, y me satisface comprobar que su proyecto familiar sigue adelante, y que por toda apariencia son razonablemente felices.
No obstante, hay fricciones para las que el aceite del humor parece no ser suficiente. Son matrimonios en los que el cociente de felicidad está grandemente disminuido, si es que realmente se puede hablar de él. Aún entonces, Dios tiene “buenas nuevas” sanadoras que en muchos casos, si no en todos, traerán la deseada paz.
No se trata de algo que hacer. Cuando estamos sometidos a una fuerte tensión emocional, tenemos grandes dificultades para asimilar el consejo de Dios. Mucho más útil que los buenos consejos son las buenas nuevas. Se trata, pues, de algo que creer.
Poco importa lo desesperada que la situación pueda parecer: en cualquier punto del camino, la línea de comunicación entre tu Salvador y tú, son siempre Buenas Nuevas.
1. El desgraciado matrimonio de Abi
No es difícil obtener consejo relativo a cómo deshacerse de un cónyuge insoportable. Abundan los tratados sobre el divorcio. En contraste, nuestro viaje pone la vela hacia un puerto distinto: ¿Cómo encontrar la felicidad en un matrimonio en el que uno siente que su esposo o esposa es menos que satisfactorio; de hecho, decididamente insoportable? Comenzamos con la historia real y fascinante de una mujer atrapada en un matrimonio muy probablemente peor que cualquiera de los que hayas conocido, incluyendo el tuyo propio.
Abi poseía belleza e inteligencia. Por alguna razón, se casó con Al. Al era inculto, rudo y pendenciero, y no tardó en resultar rematadamente insoportable para la sensible e intuitiva Abi. Más de una mujer en su lugar habría “hecho las maletas”. Sin embargo Abi encontró su rincón en la historia a base de resistir.
Si un encantador príncipe hubiese visitado el pueblo campesino de Abi, sin duda alguna la habría convertido en princesa. Pero eso no ocurrió, y parece que sus padres la empujaron a que se casara con Al. Al no debió despertar en ella sueño alguno, pero quizá se consolara con el pensamiento de que al fin y al cabo era un hombre fuerte… Al menos, sabía cómo ganar dinero. Quizá papá y mamá convencieron a Abi de que ella podría cambiarlo, o de que aprendería a quererlo. ¡No podía desaprovechar aquella ocasión! Al era el retoño de una familia prominente, llamado a ser rico e influyente. Con su delicadeza, Abi proporcionaría el toque de gracia al hogar señorial. Finalmente le dijo “Sí”.
Poco después de la boda, Abi estaba ya sumida en el llanto más desesperado. Si hubiese sabido que padecía un cáncer incurable, no se habría sentido más hundida que al darse cuenta de que estaba atada de por vida a un perfecto loco, en lo referente a las relaciones humanas. Los vecinos y hasta los mozos, hacían todo lo posible por evitar a Al.
Para complicar las cosas Al se dio a la bebida, y Abi aprendió pronto que no hay problema tan grave como para no poder empeorar con el alcohol. Los empleados podían escapar, pero ella se sentía encadenada a la cárcel del matrimonio “hasta que la muerte nos separe”. Más de una vez suspiraba por ver prematuramente aliviado su sufrimiento de esa manera…
Como reacción a los toscos modales de Al, se fueron desarrollando en Abi las cualidades de la gracia y la diplomacia. Aprendió a aplicar el bálsamo que tranquilizaba las turbulentas aguas donde la mente de Al se agitaba. La molesta partícula de arena acabó por producir la perla legendaria en el alma de Abi. Se hizo una verdadera experta en manejar hombres incapaces de manejarse a sí mismos. Eso abrió en su vida un nuevo y fascinante capítulo.
Abi se aferró a una verdad poco conocida. Comprometida con la idea de que “serán una sola carne” (Gén. 2:24), comenzó a comprender que eso significaba que Al y ella no podían separarse, y que su felicidad dependería de creer en ello. Empezó a ver los errores de Al como “nuestros” errores. Si estás luchando contra el desánimo puede que esto no te resulte particularmente consolador en un principio, pero lo cierto es que en el proceso de enfrentar un desengaño tras otro, Abi perfeccionó su talento y belleza de carácter.
Abi permaneció fiel a Al, confiando en que Dios, en el momento y forma en que él juzgara oportuno, cambiaría su dolor en felicidad. Hasta el final de su matrimonio mantuvo nítida su conciencia y propósito, luchando por la integridad de su hogar, ganándose el aprecio de sus vecinos y sirvientes, y al mismo tiempo labrándose un rincón distinguido en la historia femenina de la humanidad.
El vicio de la bebida pudo finalmente con Al. Al salir de una borrachera, cayó en una profunda depresión que vino a convertirse en desesperación, para terminar finalmente en la muerte. En kilómetros a la redonda nadie dudaba que “había llegado la hora” del intratable Al en la providencia del Señor. Y aunque cueste de creer, una vez que Abi quedó libre, apareció un príncipe y se casó con ella. Se trata de uno de los casos de los que existe un registro más fiable en toda la historia. Puedes analizar los detalles en la Biblia, en 1ª de Samuel 25:2 al 42.
Leemos que “aquel hombre se llamaba Nabal, y su mujer, Abigail. Aquella mujer era de buen entendimiento y hermosa apariencia, pero el hombre era rudo y de mala conducta” (versículo 3). Dios quiso que su historia quedara registrada en el relato sagrado para dar ánimo a miles de personas, en épocas futuras.
Apareció en la escena David, el legítimo heredero al trono de Israel. En un encuentro desafortunado, Nabal trató con rudeza y desprecio al futuro rey, y éste, enfurecido, decidió vengar el insulto recurriendo a la violencia. De no haber sido por la intervención de Abigail, el irreflexivo propósito de David habría perseguido su conciencia de monarca por el resto de su vida, y bien hubiese podido arruinar su reputación de soberano justo y compasivo. Gracias a la habilidad diplomática, destreza y tacto exquisito que había desarrollado, Abigail salvó a David de sí mismo. El breve e improvisado discurso de Abigail estaba cargado de elocuencia, e hizo entrar en razón a David al señalarle cómo se mancharía su honor real si daba rienda suelta a aquel acceso de ira. La habilidad de Abigail para evitar esa tragedia es un hecho remarcable.
Abigail protegió a su indigno marido, por más que éste no lo mereciera. Asumió ella misma la culpabilidad, “¡Que caiga sobre mí el pecado!”, “Te ruego que perdones a tu sierva esta ofensa” (versículos 24 y 28). En las ofensas de Nabal, ella vio las suyas propias, tanto como las de él: ¿no eran los dos “una sola carne”?
La súplica de Abigail porque fuera preservada la vida de su esposo, fue tan sincera y vehemente que logró su objetivo. Mientras ocurría todo esto, Nabal estaba entregado sin control a la bebida. Abigail esperó a que él recuperase la poca cordura que poseía, para referirle cuán cerca había estado de la catástrofe. El relato continúa así: “Por la mañana, cuando ya a Nabal se le habían pasado los efectos del vino, le contó su mujer estas cosas; entonces se le apretó el corazón en el pecho, y se quedó como una piedra. Diez días después, Jehová hirió a Nabal, y este murió” (versículos 37 y 38).
Una vez que Abigail hubo quedado libre, David se casó con ella (versículo 42). Lo que el futuro rey sintió por Abigail no debió ser solamente atracción. Además, debió comprender que ella poseía lo que le ayudaría a superar su propia debilidad.
Nabal no era sólo fastidioso; era imposible. Sin embargo, Dios tuvo una solución para el problema de Abigail. Su desgraciado matrimonio debiera animarnos a creer que hay esperanza de felicidad, incluso en situaciones tan “imposibles” como esa. Y siendo así, con mucho mayor motivo al tratarse de esa gran mayoría de situaciones que cabe calificar de difíciles, más bien que de imposibles.
La historia de Abigail revela que Dios mismo asume la defensa de la esposa o el esposo infeliz que se lleva la peor parte en el conflicto. Puedes encontrar la felicidad en la fidelidad, de mil formas impredecibles. Dios nunca ignoró ni abandonó a Abigail. Aquel para quien no pasa desapercibida ni la caída de un pajarillo en tierra, no fue indiferente hacia Abigail y su infeliz matrimonio. La historia quedó inmortalizada para las edades venideras y para la eternidad. Queda inmortalizada para ti.
Sería ingenuidad el pensar que nunca vamos a gustar el dolor impuesto por las inevitables circunstancias adversas, dentro y fuera de nosotros. Lo que es importante es experimentar ese estado de bienestar interior, esa conciencia de estar en paz con Dios, quien conoce cada circunstancia, dentro y fuera de nosotros. Todo eso lo aprendió Abigail, y fue el secreto del encanto y belleza de su carácter, asignándole un lugar honroso en el escaparate de la Biblia.
Abigail podría ser la patrona de la Federación de las Esposas o Esposos Infelices. Quizá te sientas en una situación más desesperada aún que la de Abigail. No será un consuelo pequeño el saber que el Señor lo percibe y se ocupa de tu caso.
Es bueno que sepas que tú y tu situación marital son importantes para el Señor, y que él tiene cuidado de tu felicidad matrimonial. Será positivo que descubramos lo que está haciendo al propósito. Su solución al problema puede no ser tan simple como hacer desaparecer un esposo o esposa difíciles. Puede haber una solución mucho más feliz que poner final al matrimonio. Se trata de hacer desaparecer el factor irritante que está causando el problema.
Lo que queremos descubrir es cómo lograrlo.
2. Magnitud del problema
Según el Tribunal de Conciliación de Los Ángeles, en Norte América se divorcia cada año un millón de matrimonios. Otro millón de ellos se separa sin divorciarse; y un tercer grupo imposible de cuantificar, intenta coexistir bajo el mismo techo en un estado de “divorcio psicológico”.
Millones de niños desamparados, llevados por la marea de aquí para allá, constituyen los restos del naufragio de esos matrimonios. Cada uno de esos niños, privado de uno de sus padres naturales, experimentará a su vez problemas en su propio matrimonio, de forma casi inevitable. Es previsible que la actual generación de hijos de padres divorciados sea una bomba social de tiempo, en espera de explosionar.
Cuando el amor desaparece y se llega al divorcio, el resultado suele ser la peor amargura que los seres humanos somos capaces de experimentar.
Es prodigiosa nuestra capacidad para cambiar. La dulzura y cortesía suelen caracterizar a los enamorados en su fase de noviazgo, para alegría de familiares y amigos. Pero en algún momento, en aquella pareja que tan “perfecta” parecía, algo se seca misteriosamente desde la raíz. Ninguno de los dos puede señalar con precisión qué hizo la diferencia.
De alguna forma, aquel Edén escondía una serpiente. Cada uno de los cónyuges comienza a ser como papel de lija para el otro. La conversación comienza a hacerse tensa, las palabras se convierten en hirientes y hasta a veces en crueles. Los abrazos se hacen difíciles. Uno u otro prefiere llegar tarde a casa. Se olvidan los aniversarios y se ignoran o evitan los parientes del “otro”. Como huracanadas tormentas de arena, las disputas rompen el incómodo silencio. Desaparece el deseo de estar juntos. Cada uno comienza a temer el inevitable momento en el que se ha de encontrar con el otro. En esa atmósfera tensa, cada acto o palabra cobran un tinte siniestro que se expresa en acusaciones y contra-acusaciones. Por entonces el amor ha pasado, de estar agriado, a cuajar en amarga y declarada animosidad. El viaje matrimonial llegó a su punto sin retorno por toda apariencia, y el divorcio se vislumbra como única forma de poner fin a la miserable situación de ambos.
No obstante, tras el naufragio, la situación puede ser aún peor que en plena tormenta. Sólo los abogados salen ganando. Sea que el problema consista en cómo repartir el patrimonio, los pagos periódicos, la tenencia y custodia de los hijos, o los privilegios de visita con respecto a ellos, suele implicar un penoso arrastrarse en interminables procesos legales.
Hay casos en los que verdaderamente falla todo, y el divorcio o la separación es la única solución posible. El Nuevo Testamento reconoce que existe una situación tal. Puedes verlo en Mateo 19:3-12 y en 1ª de Corintios 7:10-15. Pero en muchos casos, en muchísimos quizá, hay una mejor solución: aprender a vivir con un esposo o esposa insufrible, y aprender a convertir un matrimonio infeliz en lo opuesto.
Barbara Russell Cheser, en un artículo del Reader’s Digest afirma que en un estudio efectuado con 60 matrimonios divorciados, quedaban, al cabo de los años, “muchos asuntos sin resolver”. No sólo eso. Parte del trauma está ocasionado por la expectativa de ver resueltos los problemas con el divorcio, siendo que frecuentemente no hacen sino empeorar. Los estudios han demostrado que las segundas nupcias tras un divorcio, tienen una probabilidad mucho mayor que las primeras de terminar en otro divorcio.
Son muy pocos los matrimonios en los que no es posible apreciar trazas de esa cualidad de “insoportable” en uno o ambos de sus componentes. El ser humano es imperfecto, e inevitablemente irritará a su consorte, al menos en algunas ocasiones. El divorcio es una gran ruina, pero comienza siempre por una pequeña grieta. Tal como expresó Alfred Tennyson:
Aquella pequeña fisura, en el violín ignorada
Apagó la música en el silencio de la nada
–Tennyson, “Merlin and Vivien”
Es posible reparar las pequeñas grietas en los violines. Nadie despreciaría un Stradivarius por ese motivo; lo sensato es repararlo. El motivo es, naturalmente, que ese instrumento vale una fortuna. ¿Hace falta insistir en que tu matrimonio vale infinitamente más que el más preciado Stradivarius?
Hay un Maestro Reparador que halla su mayor placer en reparar ese tipo de fisuras. Tiene empleados que pueden auxiliar, dando consejos positivos. Pero él mismo es la verdadera fuente de sabiduría. El primer paso es creer que, efectivamente, ese Maestro Reparador tiene tanto el deseo como la capacidad para solucionar tu caso. El gran Restaurador posee los remedios y la destreza para solucionar fisuras infinitamente más complejas que aquellas que podrían arruinar un instrumento musical.
Quizá el primer problema a resolver es comprender que el Restaurador no nos da la espalda por el hecho de que nos hayamos buscado esos problemas en los que nos encontramos, y que de alguna forma sabemos que merecemos. A menudo, la sensación de culpabilidad por nuestra propia contribución al desorden matrimonial tiene tales dimensiones en nuestra conciencia, que nos impide creer que Dios vaya a hacer algo por nosotros. El diablo encuentra su manera de hacernos creer que merecemos la miseria que se amontona en nuestro camino. Sea nuestra primera lección el aprender que podemos confiar en Dios: “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada. Pero pida con fe, no dudando nada, porque el que duda es semejante a la onda del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a otra” (Sant. 1:5 y 6). Sí, necesitamos buenas nuevas en las que creer: su benevolencia y generosidad en perdonarnos y salvarnos del mal que merecemos. Deja de culparte a ti mismo, a tu esposo o esposa (o familiares), y acepta ese perdón. No hay nada que tenga un poder sanador comparable.
Podemos recibir tantos buenos consejos como nos den, pero somos incapaces de poner en práctica ni uno solo de ellos, si resultamos bloqueados al suponer que Dios nos reprocha por nuestros errores pasados. Su Palabra contiene buenas nuevas para quien busque ayuda con sinceridad.
3. La técnica para reparar un matrimonio maltrecho
El salvar un matrimonio tiene mucho más que ver con algo bueno que creer, que con algo bueno por hacer. La energía emocional será inexistente a menos que descubramos primeramente buenas nuevas en las que creer, en relación con el problema. El creer en lo correcto conduce pronto a hacer lo correcto, y los problemas comienzan a desaparecer. La razón es que creer la auténtica verdad libera fuentes secretas de motivación en el alma humana.
Exponemos aquí cinco verdades tan sólidas como montañas de granito. Cada una de ellas es una buena noticia para tu matrimonio. No te van a imponer carga alguna que esté más allá de tus fuerzas. No obstante, pudiera ser que necesites asistencia en cuanto a creer que esas buenas nuevas son ciertas, ya que la obsesión favorita del ser humano es detenerse en lo negativo…
1. Dios está más preocupado que tú mismo (misma) en que el tuyo sea un matrimonio feliz.
(a) Él mismo “inventó” el matrimonio. Si resultara ser una institución demasiado difícil para los seres humanos, su fracaso arrojaría sombras sobre la sabiduría y reputación de su Inventor. Unos que estaban preocupados por los problemas matrimoniales, pidieron consejo a Jesús. Él respondió: “¿No habéis leído que el que los hizo al principio, ‘hombre y mujer los hizo’, y dijo: ‘Por esto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne’? Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó no lo separe el hombre” (Mat. 19:4-6). Significa que hay Alguien que está obrando 24 horas al día, los siete días de la semana, a fin de que tu matrimonio sea feliz. No impidas su labor.
(b) Cada matrimonio es tan importante para Dios, como si no existiera ningún otro en el mundo. “¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin el permiso de vuestro Padre… no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Mat. 10:29-31).
Cuando nuestro matrimonio amenaza con derrumbarse, nos sentimos desesperadamente solos. Hay muy buenas nuevas en comprender que Alguien se preocupa, puesto que una vez aceptado eso, el problema deja de ser tu problema; es también el suyo, y puedes dejar de preguntarte: ‘Y ahora ¿qué voy a hacer?’, para comenzar a preguntarle: ‘Señor, ¿cómo puedo cooperar contigo, mientras resuelves el problema?’
2. La cualidad de insoportable no es de carácter irreversible. A menudo, todo cuanto Dios necesita para poder convertir un matrimonio en feliz, es la simple voluntad de uno de sus componentes en cooperar con él, y su disposición a aceptar ciertos cambios. Dichos cambios han de ser precisamente obra de Dios, dado que tratándose de resolver problemas de esa envergadura, la Biblia especifica que somos “débiles” (Rom. 5:6). Consiste básicamente en permitirle al Señor que sane el matrimonio. No se trata de nada parecido a un pasivo “dejar hacer”, o “dejar pasar”. Hay definidamente algo por hacer, pero no consiste en una obra imposible, sino en una verdad que creer.
Si es cierto que tu cónyuge es intratable, Dios cuenta ya –al menos– con una voluntad errada con la que tratar. En caso de que decidas añadir tu propia actitud negativa al problema, su acción resulta grandemente dificultada. Ni siquiera el Cielo puede salvar un matrimonio cuando ambos cónyuges se oponen a que Dios lo salve. Pero si uno de ellos elige cooperar con él, eso es todo cuanto Dios necesita para poder actuar.
La Biblia reconoce que los seres humanos somos capaces de contrarrestar las buenas nuevas de Dios, si persistimos en rechazar su gracia. Pero alienta a creer que uno de los componentes del matrimonio puede ser el instrumento mediante el cual Dios cambie al otro. “El marido no creyente es santificado por la mujer; y la mujer no creyente, por el marido” (1 Cor. 7:14).
La palabra santificado significa aquí “puesto en una relación positiva con Dios, gracias a la cooperación del cónyuge creyente con él”. Dicho de otra forma, el componente que está necesitado de cambios se beneficia de la positiva influencia del otro, cuando ese otro está cooperando con Dios. Pero surge ahora un problema.
En la íntima relación del matrimonio cada uno llega antes o después a conocer al otro, sin posible fingimiento o disfraz. Tu esposo o esposa sabe perfectamente si posees la genuina abnegación. Indefectiblemente mostraremos todo el egoísmo del que somos capaces, si es que la gracia de Dios no nos salva de eso. Cuando tu cónyuge observa la evidencia de que el Espíritu de Dios está obrando en ti, tendrá toda facilidad para estar receptivo a las impresiones del Espíritu Santo. Esa es una de las formas en las que Dios puede “santificar” al cónyuge incrédulo.
El método favorito de Dios para manifestarse, no es mediante relámpagos y temblores de tierra, sino mediante la transformación positiva de personas insoportables. De igual forma en que el sol derrite el bloque de hielo, ese tipo de amor frecuentemente tiene éxito en subyugar el frío corazón incrédulo. Como escribió Pablo: “¿Qué sabes tú, mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (vers. 16).
3. Quizá hay en ti actitudes erradas que han provocado la desazón en tu cónyuge. El cambio que Dios es capaz de producir es una excelente noticia, especialmente si tú fuiste primariamente el culpable, ya que se trata entonces de algo que puedes remediar si permites que Dios obre. Tu propia transformación puede ser el medio que Dios emplee para salvar a tu esposo o esposa. Ser salvo significa pasar de estar “ajeno de la vida de Dios por la ignorancia… por la dureza [del] corazón”, a estar reconciliado con él (Efe. 4:18).
Eso puede ser especialmente cierto en un matrimonio en el que uno sólo de los dos presenta una actitud reprobable, mientras que hace profesión de cristianismo. Por supuesto, esa actitud niega su pretendido cristianismo y deshonra a Dios haciéndolo aparecer como impotente para salvar de sí mismas a las personas. Nada puede hacer a los seres humanos más difíciles de soportar, que el creer tan malas nuevas como esas. Si fuiste la piedra de tropiezo en este sentido, quizá no necesites seguir buscando cuál es la causa de la infelicidad en tu matrimonio. Lo que uno piensa acerca de Dios, determina el tipo de persona que finalmente es. Ello es debido a la existencia de un sólido principio bíblico: el principio de la justicia por la fe. Es algo tan constante como las matemáticas de “dos y dos son cuatro”.
Las Buenas Nuevas consisten en la comunicación de un mensaje de verdad relativo a lo que Cristo efectuó y está efectuando a fin de salvarnos. Tiene por centro su propio sacrificio en la cruz. No se trata meramente de la esperanza de la salvación más allá de la muerte; se trata de paz, felicidad y reconciliación, de transformación del corazón aquí y ahora. Ver y apreciar lo anterior es a lo que la Biblia llama fe; y una fe tal trae la justicia al corazón del creyente. Pone fin a la fuga de energía emocional, puesto que la fe misma provee energía. “La fe.. obra por el amor” (Gál. 5:6). La palabra “obra” es en griego energeo; de ella derivamos nuestro término “energía”). Es así como la culpabilidad, el temor, la desavenencia y la sospecha son desterradas del corazón.
Repitamos la idea: Todas esas buenas cosas que se supone que debemos hacer, nos resultan imposibles de realizar a menos que creamos en aquello que Cristo ha hecho ya por nosotros, y en lo que está haciendo ahora. Creer malas nuevas paraliza. Creer las buenas nuevas del evangelio trae la energía.
Un esposo o esposa incrédulo, incapaz de ver esas buenas nuevas demostradas en la vida del otro componente, resulta privado del medio más efectivo por el que Dios puede hacer que un cónyuge insoportable deje de serlo. Por otro lado, al esposo o esposa incrédulo que presencia diariamente esas “buenas nuevas” le resultará difícil ignorarlas.
4. Si hay esperanza para ti, la hay para tu esposo o esposa, puesto que Dios hizo “uno” de vosotros dos. El diablo está especializado en hacer creer a los matrimonios que uno y otro son “incompatibles”. Cuando se casan pueden haber sido realmente incompatibles, pero es el plan de Dios que vengan a ser progresivamente adecuados el uno para el otro, y cada vez más “uno”, si es que no frustran el designio de Dios para ellos. Él dijo: “Los dos serán una sola carne” (Mat. 19:5). No dijo que los dos debieran ser una sola carne, ni que pudieran serlo, ni tampoco que sería muy bueno que así sucediera. No; “los dos serán una sola carne“. Dicho de otro modo: el plan de Dios consiste en hacer que personas que se creen incompatibles (el diablo les tienta a que alberguen esos sentimientos), resulten felizmente conjuntadas. Eso es lo que logra su gracia. Pero sucede solamente cuando permiten que Dios lleve a cabo su plan en ellos, o lo que suele ser equivalente, cuando dejan de oponerse a él.
Si lo que hemos dicho hasta ahora es verdad, tan ciertamente como uno de los componentes deja de ser insoportable mediante la gracia del Salvador, otro tanto puede suceder al otro. El mismo Dios que creó a uno, creó al otro, y dispuso que los dos fuesen “uno”. Por supuesto, Dios nunca fuerza la voluntad de nadie, de forma que siempre es posible resistir su gracia hasta el amargo final.
5. No resistas ese impulso de hacer o decir algo agradable a tu esposo o esposa. El hacer lo correcto descansa sobre el fundamento de creer lo correcto. Pero ¿cómo encuentra uno la voluntad y energía para obrar lo correcto? Mediante la fe. La fe sólo es verdadera cuando “obra por el amor” (Gál. 5:6). La fe permitirá que digas o hagas lo que resultará de ayuda, que puede ser simplemente dedicar a tu esposo o esposa palabras de sincero aprecio, hacerle algún regalo inesperado, darle a entender que su proximidad te resulta necesaria y gratificante, o quizá realizar alguna de esas tareas que requieren abnegación, y que sueles rehuir obstinadamente. Hay mil formas en las que la fe puede proporcionarte la energía para lo que parecería imposible. Ese bendito impulso es en realidad la obra del Espíritu Santo. ¿Puedes reconocerlo? Dios está ya a la obra de salvar tu matrimonio. ¡Hazlo! ¡Dilo! Dios hace posible que seas diferente a como fuiste. Ese es su “oficio”, -ser el Salvador.
Si tu palabra o acto de amor fueran rechazados, no reacciones con ironía. Eso podría echarlo todo a perder, y pondría en cuestión la motivación de tu acto o palabra amable. Acepta que la nobleza de tu propósito pueda ser puesta a prueba, y no te desanime que así suceda. La bondad fingida no puede funcionar, pero la genuina tiene muchas posibilidades de lograr su objetivo. La genuina bondad no tiene otra forma de demostrar su autenticidad, excepto al ser puesta a prueba. Las pruebas que enfrentes en el espíritu correcto, no harán más que incrementar las posibilidades de éxito. Si comprendes esto, los reveses inesperados no te vencerán (ver 2 Ped. 1:5).
“Bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian… como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos… Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Luc. 6:28-36).
¿Funciona? En efecto. El gobierno de Dios descansa en la realidad de que la luz es más fuerte que las tinieblas, el amor es más fuerte que el odio, el bien más fuerte que el mal, y la gracia más poderosa que el pecado. Así, la gracia de Dios es tan poderosa como para resolver el más grave problema matrimonial, siempre que no resulte frustrada por una voluntad humana obstinada en resistirla.
4. Cómo amar, cuando amar parece imposible
“¡Ha logrado matar todo el amor que le tenía!” “Me siento incapaz de dedicarle sentimiento alguno; sencillamente soy incapaz de amarle”.
Expresiones tristes como esas, caracterizadas por el oscuro tinte de la fatalidad, parecerían hacer innecesario el resto de este capítulo. ¿Para qué esperar que vuelva a la vida algo que murió ya?
Pero ¿es realmente imposible que reviva lo que murió?
Los griegos y romanos de antaño imaginaban el amor sexual como un dios que disparaba flechas de pasión y “mataba” a sus víctimas, quienes no podían evitar enamorarse. Desde el siglo primero antes de Cristo, los romanos han venido representando a Cupido en pinturas y estatuas, inmortalizando sus irresistibles conquistas. De resultar alcanzado por una de sus flechas, nada podías hacer por evitar el seguro resultado.
Aunque aparentemente mucho más sofisticados, los seres humanos de hoy día tendemos a pensar en términos muy parecidos. Solemos ver en el enamoramiento una fatalidad tan inevitable como el atrapar un resfriado de vez en cuando. El equivalente griego a Cupido era Eros, hijo de la diosa Venus. Para los helenistas, el amor sexual era un dios; ¿cómo podía un simple mortal oponerse al designio de un dios?
La misma idea impregna el pensar musulmán. A la mujer se le exige una modestia extremada, debido a que se asume que la contemplación de la forma femenina, o la exhibición de parte de su cuerpo, despertará indefectiblemente una pasión incontrolable en el hombre, que a su vez será irresistible para la mujer. Les resulta casi inconcebible que un hombre y una mujer, dejados solos, no terminen sexualmente implicados. Como en la antigua Grecia o Roma, la pasión sexual se considera “divina” en el sentido de que si te alcanzó Cupido, es inútil resistir. La elección o voluntad de uno no tienen lugar alguno en un “amor” como ese.
El corolario es que, dado que careces de control alguno en el proceso del enamoramiento, careces igualmente de control en el proceso inverso (el des-enamoramiento). Es la otra cara de la moneda de Cupido, y el principio que subyace en los matrimonios quebrantados. Pero ¿es el “amor” de Cupido el amo y dictador de nuestras almas, de forma que no somos más que esclavos de sus órdenes de amar, o de no amar?
La noción bíblica de amor es marcadamente diferente. La Biblia presenta el amor como un principio. Se lo puede someter a la voluntad, o controlar, en la medida en que el Espíritu Santo de Dios alumbra a aquel que cree en el Salvador. Cupido puede lanzar su flecha, esperando que uno sucumba al encaprichamiento de un amor ilícito que lo llevará a la ruina, pero la Biblia nos enseña que podemos decir NO a ese tipo de impulsos. Cupido puede muy bien disparar su flecha una vez que te has casado, y hacerte creer que es inevitable que te enamores de alguien que no es tu esposo o esposa. Los paganos creían que un encaprichamiento como ese tenía origen divino, y por lo tanto justificaba la disolución de un matrimonio previo. Pero el verdadero cristiano comprende que tanto él como ella pueden elegir libremente negar esa invitación a la infidelidad, y vencerla mediante el poder divino.
Escribió el apóstol inspirado: “La gracia de Dios se ha manifestado para salvación a toda la humanidad, y nos enseña que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, mientras aguardamos la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo. Él se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda maldad” (Tito 2:11-14).
El negarse continuamente a caer en la tentación, ¿es una forma miserable de vivir? No: es la única forma de vivir felizmente. No se trata de apretar los dientes y forzarte a decir NO a las tentaciones al amor ilícito. La Biblia especifica que la gracia de Dios “nos enseña” a resistir la tentación. Dejamos de ser esclavos de la pasión. En Cristo somos hombres y mujeres libres, disfrutando de nuevo del don de Dios de ser dueños para elegir, permitiendo que nuestras emociones y caprichos estén bajo su control. Si podemos decir NO a un amor ilícito, hemos ganado la victoria sobre la tentación. Poco puedes imaginar cómo te alegrarás cuando descubras que resultaste liberado de una trampa que no habría significado mas que tu propia fosa.
Pues bien: si es posible decir NO a un amor ilícito, ¿no será posible decir SÍ a un amor que sabes que es honroso y apropiado, un amor que Dios te ha encargado que alimentes y cuides, aunque por el momento tu sentimiento vaya en dirección contraria?
Cupido nada tiene que ver con Dios. Cuando tomas el compromiso de amar, honrar y cuidar al (o a la) que será tu esposo (o esposa) hasta que la muerte os separe, Dios espera que ames a tu pareja, y que seas feliz en ello. Naturalmente, es posible que tu pareja falte al espíritu –y a la letra- de ese compromiso, pero eso no te excusa de cumplir tu parte. De no ser así, el plan de Dios para el matrimonio sería una ruina segura.
Y ahora podemos redactar así la pregunta: ¿es posible amar a un esposo o esposa a quien sientes que no puedes amar?
La práctica totalidad de los lenguajes modernos tienen una sola palabra para expresar la noción de amor. El griego, lenguaje en el que se escribió el Nuevo Testamento, tenía al menos tres palabras para expresarlo en sus diferentes acepciones: eros, philos y ágape. Eros era el equivalente griego a Cupido, el dios de la pasión, el “amor” que depende de la belleza o bondad del objeto amado. Ese es el equipo con el que todos nacemos. Los paganos de antaño asumían que el eros era divino, puesto que era una misteriosa emoción que parecía arrastrar como una marea incontenible para cualquier barrera humana. Philos es un nivel inferior de amor, algo así como el afecto o la afición que tenemos por la música, el arte, etc.
Los apóstoles no dijeron jamás que Dios es eros. Juan escribió: “Dios es ágape” (1 Juan 4:8). Ese tipo de amor es un principio, no una pasión. Es libre y soberano, no depende de la bondad o belleza de su objeto. Por lo tanto, es capaz de amar a quien carece de belleza, y también al que es indigno de ese amor. “Ciertamente, apenas morirá alguno por un justo; con todo, pudiera ser que alguno tuviera el valor de morir por el bueno [sería la forma más elevada de eros]. Pero Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros… siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo” (Rom. 5:7-10).
En contraste con el amor eros y philos, que dependen del valor de su objeto, el ágape es el tipo de amor que crea valor en el objeto amado. No tienes que “purificarte” antes de poder tener la seguridad de que Dios te acepta. Su amor te crea de nuevo, te hace algo tan precioso como el propio Hijo de Dios que se dio para tu redención.
El amor eros busca instintivamente poseer, mientras que el ágape es un amor que da, más bien que tomar o esperar recibir alguna cosa a cambio. Así, nuestro amor humano busca el placer para sí mismo, mientras que el ágape procura el bienestar de los demás. El amor humano está siempre ávido de recompensa; el ágape está dispuesto a prescindir generosamente de ella.
El ágape es un amor que los seres humanos no podemos generar por nosotros mismos. Es ajeno a nuestro planeta, y ha de ser “importado”. Ese amor incomparable es la revelación suprema del carácter de Dios, tal como quedó demostrado en Cristo: “El amor [original: ágape] es de Dios. Todo aquel que ama [ágape] es nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama [ágape] no ha conocido a Dios, porque Dios es amor [ágape]… En esto consiste el amor [ágape]: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados… Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor se ha perfeccionado en nosotros” (1 Juan 4:7-12).
Si un matrimonio está basado solamente sobre el amor eros, está cautivo de los antojos y caprichos de Cupido. A sus órdenes, dejas de amar con la misma facilidad con que te enamoraste. Pero el amor ágape que Cristo da, estabiliza nuestro amor humano. Leemos que el ágape “nunca deja de ser” (1 Cor. 13:8), pero los restos de naufragios que pueblan las playas de nuestros matrimonios testifican de que nuestro amor humano, demasiado frecuentemente dejó de ser.
Dios desea que tu matrimonio sea feliz. Es posible introducir el ágape en tu amor conyugal, que adquiere así una grandeza antes desconocida. El mandato del Señor, “Maridos, amad a vuestras mujeres” (Col. 3:19), se escribió empleando una forma verbal del ágape. El amor de una esposa debe ser igualmente enriquecido por ese ágape de origen celestial. Lo anterior puede parecernos imposible, a menos que afrontemos humildemente la realidad. Hemos de permitir que el don nos sea concedido de “arriba”. El apóstol exhortó: “Sed bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como también Dios os perdonó a vosotros en Cristo. Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor [ágape], como también Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros” (Efe. 4:31 y 32; 5: 1 y 2). El cómo lograrlo está contenido en esta expresión: “como también Cristo nos amó”. Apreciar su amor significa que comprendemos que estaríamos en nuestras tumbas, si él no hubiera muerto por nosotros. Debemos hasta nuestra vida física actual a su sacrificio por nosotros, sea o no que lo comprendamos o lo creamos. Todos están infinita y eternamente en deuda con su Salvador; hasta el sol brilla y la lluvia cae, por virtud de su sacrificio. Cada pan lleva la estampa de esa cruz, y cada manantial la refleja. Esa es la lección que enseña la Cena del Señor.
Al aceptar ese amor sublime comienzan a suceder cosas. Cuando nos hacemos conscientes -aunque sea en muy escasa medida- de nuestra debilidad y de lo insufribles que somos, de cuán indignos somos de haber recibido esa gracia mediante la cual “Dios os perdonó a vosotros en Cristo”, inmediatamente se hace infinitamente más fácil ser “bondadosos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros”. Como la primavera en el desierto azotado por la sequía, que comienza de nuevo a recibir la vivificante agua de la estación lluviosa, profundas emociones que habían dormido “secas” en alguna misteriosa cámara del corazón entenebrecido, comienzan a despertar y a florecer. Brota a una renovada realidad aquello que nos parecía definitivamente perdido en la imposibilidad. El mandamiento, “amad a vuestras mujeres [vuestros maridos]” puede parecer tan imposible como mover montañas, pero cuando uno comprende cómo nos ha amado Cristo, el milagro se hace posible.
El ágape es el tipo de amor que está en armonía con la voluntad de Dios para nosotros, y con su ley. Podemos disponer nuestra voluntad para que reciba ese amor ágape “en Cristo” por su gracia. Eso es así debido a que todo aquello que constituye la voluntad de Dios, es posible por definición. Más de un matrimonio “muerto” vivirá de nuevo, al conectarse con esa Fuente última de auténtico amor.
Pero ¿puede el ágape reavivar el amor sexual de un matrimonio feliz, con sus insondables secretos? ¿Es posible recuperar esa “química?
5. Milagrosa recuperación del amor sexual
En su primera carta a los Corintios, Pablo les alentó a un experiencia sexualmente rica en el matrimonio. Pablo no les dijo que ‘el hombre no debiera tocar mujer’, tal como parecían haberle preguntado por escrito (1 Cor. 7:1). Más bien les animó al disfrute honroso de la gratificación sexual matrimonial, en el contexto de la experiencia ennoblecedora y enriquecedora del amor ágape, libre de egoísmo. En los versículos 3 al 5 les escribió: “El marido debe cumplir con su mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con su marido. La mujer no tiene dominio sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido dominio sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro”.
El sexo es el don de la gracia de Dios a los esposos, a quienes Dios desea hacer “uno” para siempre. La unión sexual es la feliz intimidad precursora de toda una vida de felicidad.
La llama del amor es tan frágil que puede fácilmente apagarse por los errores de quienes componen el matrimonio. La culpabilidad nos puede bloquear, lo mismo que los celos corrosivos o el resentimiento. El amor sexual es algo de una delicadeza indescriptible. Una vez quebrantado, no hay fuerza natural que lo componga. Así parece ser; pero aquí es donde la gracia del Señor puede lograr lo “imposible”.
Hay una situación que hace difícil, incluso para la gracia de Dios, el que pueda rehacerse una relación marital quebrantada, y es lo que Jesús denominó “fornicación” (porneia) en Mateo 19:9. Constituye un terreno legítimo -aunque no obligado- para disolver una unión marital, ya que destruye el fundamento de confianza sobre el que descansa esa unión.
Las barreras para renovar el amor sexual son generalmente emocionales. Dios es el “admirable Consejero” (Isa. 9:6) para quien no pasa desapercibida la caída de un pajarillo al suelo, y su cuidado infinito es capaz de recomponer la más maltrecha de las relaciones. “Hubiera yo desmayado, si no creyera que he de ver la bondad de Jehová en la tierra de los vivientes. ¡Espera en Jehová! ¡Esfuérzate y aliéntese tu corazón! ¡Sí, espera en Jehová!” (Sal. 27:13 y 14).
Aquel que se apercibe de la caída de un pajarillo, está también ocupado en la felicidad de la vida sexual de sus hijos. Algunos parecen albergar todavía la idea propia de la Edad Media, según la cual la práctica del sexo es intrínsecamente vergonzante, y que Dios da la espalda a todo lo que tiene que ver con eso. Aquel que creó las misteriosas delicias del sexo, posee el bálsamo restaurador. Pero su restauración descansa en la contrición.
El orgullo y la justicia propia pueden asfixiar la delicada planta del amor tan ciertamente como el viento helado puede marchitar las flores de primavera. ‘Has traicionado el amor. Yo soy inocente. Estás en el error, y yo en la verdad. Mereces el infierno, y yo el cielo’. Sentimientos como esos, muy rara vez expresados, pero tan frecuentemente acariciados en la mente, son totalmente injustificados, puesto que “todos pecaron” (Rom. 3:23).
El verdadero registro de nuestros pecados no está en nuestra memoria consciente, sino en el cielo, donde hay una visión mucho más penetrante que los rayos X, capaz de ver a plena luz los recovecos más oscuros y profundos de lo inconfesable del ser humano. Los libros del cielo recogen los pecados que habríamos cometido, de haber tenido oportunidad. Dios presta atención a nuestros motivos ocultos. El esposo o esposa considerado “inocente”, que nunca pudo ser acusado de infidelidad, pero que la habría cometido al ser tentado, si las circunstancias se lo hubieran permitido, no es inocente ante los ojos de Dios. Ambas partes, infiel e “inocente”, están necesitadas de la gracia de Dios. Y hasta que ambos lo reconozcan, no puede tener lugar la restauración que Dios está presto a proporcionar.
Amar a quien no es amable puede parecer una auténtica imposibilidad. Pero ese amor-ágape es capaz de iluminar con esperanza una situación que de otra forma estaría irremediablemente muerta. Hay poder creador en la palabra de Dios. Él creó el mundo a partir de la nada, ya que “llama las cosas que no son como si fueran” (Rom. 4:17). ¿Acaso no podrá hacer otro tanto con un matrimonio “muerto”? Ciertamente puede.
Jesús tuvo un encuentro con un hombre paralítico junto al estanque de Betesda. El sufriente había sido una ruina humana por 38 años. “Cuando Jesús lo vio acostado y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: -¿Quieres ser sano?” (Juan 5:6). El hombre apenas se atrevía a decir ‘sí’. Su respuesta fue como la nuestra cuando encontramos casi imposible creer buenas noticias: ‘No tengo a quien me ayude. Otros los tienen, pero yo no’. No es difícil imaginar sollozos de desesperación en su penoso lamento.
Entonces Jesús le dijo: “Levántate, toma tu camilla y anda” (vers. 8). El paralítico hubiera podido argumentar acerca de la imposibilidad de obedecer esa orden. Pero eligió creer las buenas nuevas. Como Abraham, quien “creyó en esperanza contra esperanza” (Rom. 4:18), creyó, dando con ello fe de ser un auténtico hijo espiritual de Abraham. “Al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su camilla y anduvo” (vers. 9).
Hemos hablado en lenguaje delicado de un problema más que delicado. Pero Aquel que creó la delicadeza de los frágiles pétalos de una rosa puede crear en ti y en tu cónyuge algo maravilloso, que va más allá del mejor de tus sueños. Cuando lo haga, asegúrate de darle a él la gloria y recuerda siempre que la felicidad que descubriste es un don inmerecido. Es algo para cuya compra se requirió el sacrificio eterno de Jesús en la cruz. Sí, el don incluye una vida de felicidad en el amor sexual.
6. Cinco verdades que pueden salvar el matrimonio
Quizá conozcas la historia del capitán de barco que durante años había conducido su nave a través de aguas peligrosas, guiado por la brújula. Cierto día colisionó con un fondo rocoso y se hundió. Al investigar el naufragio se rescató y examinó detenidamente la brújula. Alguien, al limpiarla, había dejado inadvertidamente un pequeño fragmento metálico de la hoja de un cuchillo en una oquedad de la caja de la brújula, de forma que la perturbación del campo magnético ocasionada fue suficiente como para desviar el rumbo y hacer que la nave encallara en las rocas.
Más de un matrimonio naufragó debido a que uno o ambos de sus miembros creyeron algo que desvió la brújula marital. Las creencias pueden ser decisivas. La verdad puede salvar, y el error puede arruinar. El viaje matrimonial es lo suficientemente importante como para asegurarse de que cada una de las ideas que aloja nuestra mente se ajusta a la norma autorizada de la verdad: la Palabra de Dios.
Un artículo del Reader’s Digest enumeraba “cinco mitos que pueden hundir un matrimonio”. El denominador común son las ideas equivocadas que uno cree, y que pueden ser las responsables del fracaso matrimonial. Cierto.
Ese axioma tiene un corolario igualmente válido: las verdades que uno cree pueden cambiar un matrimonio amenazado, transformándolo en feliz. Si creer falsedades puede desintegrar un matrimonio, creer verdades inspiradas tendrá ciertamente un efecto restaurador. Ese es el principio bíblico de la rectitud por la fe, la vislumbre más profunda de cuantas ha conocido este mundo al respecto del funcionamiento de la naturaleza humana.
El paganismo enseña que tu salvación depende de lo que tú hagas. Algunos grupos de declarada vocación cristiana han tenido dificultades para captar el genio de la gran idea expuesta en el Nuevo Testamento, consistente en que la salvación depende de creer aquello que es verdadero (si bien las buenas obras le son obligada consecuencia).
El esposo o esposa que jamás se dedicó a buscar con seriedad buenas cosas en su cónyuge, puede llegar a divorciarse de él sin haberse apercibido de que una ruda apariencia exterior puede esconder una gran mina de oro en potencia. ¿Es posible que un cónyuge insoportable llegue a convertirse en un tesoro? Un viejo cuento trataba de una princesa que besó a regañadientes un feo sapo, descubriendo con sorpresa el bello príncipe que la criatura llevaba en su seno, y que quedó en ese acto liberado de su esclavitud. Por supuesto, no es más que un relato imaginario, pero pudiera ser la ilustración apropiada para un principio verdadero. ¿Puede un beso-ágape transformar un esposo o esposa-rana en un príncipe o princesa?
Las siguientes verdades que pueden salvar a un matrimonio en apuros, tiene su origen en una fuente inagotable de verdad: la Biblia. Puede parecer simplista la aseveración de que funcionan, pero lo hacen realmente, si se ejerce fe y se acepta la conducción de Dios:
1. Dios fue el autor del matrimonio en el principio, y sigue juntando a dos personas para que vengan a ser uno, allí en donde se le permite actuar. Satanás intenta deshacer matrimonios, debido a que odia todo cuanto tenga que ver con Dios. El Señor dio Eva a Adán, y Jesús enseñó una lección a partir del hecho: “Lo que Dios juntó no lo separe el hombre” (Mat. 19:6). Podemos dar por seguro que Satanás procurará que se separe, pues está dominado por el odio destructor de todo cuanto Dios hizo. Pero la nota tónica de la Biblia es que Cristo ha conquistado a Satanás, lo ha “paralizado” (Heb. 2:14, el verbo traducido como “destruir”, significa en el original “paralizar”). Si podemos creer que Dios nos ha “unido” en nuestro matrimonio, y que él es más poderoso que el diablo, mil dificultades pueden quedar resueltas en un momento.
‘Pero mi esposo –o esposa- y yo estamos unidos en “yugo desigual”, precisamente la situación que el Señor indica que no debiera darse (2 Cor. 6:14). ¿Cómo puede estar Dios implicado en nuestra unión?’
¿Estás realmente seguro de que estáis unidos en “yugo desigual”? “¿Qué sabes tú, mujer, si quizá harás salvo a tu marido? ¿O qué sabes tú, marido, si quizá harás salva a tu mujer?” (1 Cor. 7:16). Lo que ahora te parece un incrédulo puede resultar ser un magnífico hijo de Dios, de igual forma en que la fea crisálida se convierte un día en bella mariposa. Si finalmente tu esposo o esposa llegara a convertirse en creyente, eso significa que Dios lo ha tenido por tal durante todo ese tiempo, ya que él “llama las cosas que [aún] no son como si fueran” (Rom. 4:17).
Cuanto antes ponemos la fe del lado de Dios, antes puede él realizar eficazmente su obra. Si es que buenas nuevas como esas se aplican o no a tu matrimonio, sólo el Señor puede decírtelo, y lo hará con seguridad si se lo pides postrado en contrición y humildad. ¡Escúchalo!
No olvides que Dios envía a menudo “dones” en envoltorios desprovistos de atractivo. El propio Jesús nació en un establo, entre cabras y gallinas. Vuelve a considerar una vez más el “don” que puedes estar tentado -o tentada- a despreciar. Puede encerrar un tesoro.
‘Pero yo me divorcié y he vuelto a casarme. ¿Cuál de los dos matrimonios he de creer que “Dios unió”?’ Por extraño que parezca, es posible que ambos. Nuestros errores del pasado no nos privan de la gracia y conducción de Dios, excepto que las rechacemos. El Señor dice ahora: “Vete y no peques más” (Juan 8:11). “Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hech. 17:30). No intentes solucionar una equivocación cometiendo otra. Si rompiste el corazón y la vida de una persona, no lo hagas con los de otra.
“La casa y las riquezas son herencia de los padres, pero don de Jehová es la mujer prudente” (Prov. 19:14). Se trata del mismo Padre celestial que tiene cuidado del diminuto pájaro que cae al suelo. Su delicada mano está extendida para dar vida a tu matrimonio, puesto que para él “más valéis vosotros que muchos pajarillos” (Mat. 10:31).
Si se lo permites, Dios bendecirá tu matrimonio a pesar de los denodados esfuerzos de Satanás por destruirlo. Esas bendiciones son el terreno sobre el que descansa la verdadera esperanza; y cuando hay esperanza, no hay dificultad imposible de remontar.
2. Tu esposo o esposa puede ser un diamante en bruto, esperando solamente la acción del Maestro joyero. Cuando opera el verdadero amor de Cristo en una persona, esta resulta invariablemente transformada. Pablo enumera un catálogo de personajes que era posible encontrar en Corinto: “ladrones… avaros… borrachos… maldicientes… estafadores”, incluso “fornicarios… idólatras… adúlteros… homosexuales” (1 Cor. 6:9 y 10). A continuación añadió: “Esto erais algunos de vosotros, pero ya habéis sido lavados… justificados en el nombre del Señor Jesús” (vers. 11). Las buenas nuevas que Pablo les predicó habían funcionado. Hoy no son menos eficaces. En muchos casos, todo cuanto necesita un matrimonio en apuros es esas auténticas buenas nuevas. El más indicado para traerlas es el esposo o esposa creyente.
3. Con frecuencia sucede que personalidades difíciles lo son debido a un factor irritante oculto, un problema personal no resuelto que es causa de amargura. A menudo, su raíz es un fallo en comprender que Dios ha venido siendo un Amigo, y no un divino enemigo. Una persona se vuelve irritable y desagradable cuando cree que Dios está contra ella. Esa es la razón por la que Pablo implora: “Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (2 Cor. 5:20). Más de una persona infeliz ha experimentado la paz, cuando se produce la reconciliación en lo profundo. Hasta los chascos del oscuro pasado comienzan a verse en una nueva perspectiva más realista y positiva, cuando la luz de Dios alumbra esos trágicos misterios.
4. Dios ha dispuesto ciertas ventajas o recursos al alcance de todo matrimonio, pero con frecuencia son objeto del descuido o incomprensión. (a) Orar juntos diariamente cementa la unión de dos corazones como ninguna otra cosa puede hacerlo. En nuestro mundo moderno de dobles empleos y carreras, de frenético aprovechamiento o mal-aprovechamiento de cada minuto del día, ese hábito sencillo casi ha desaparecido, y con él una considerable porción de estabilidad y felicidad matrimonial.
Uno de los principios cardinales del exitoso programa de los Alcohólicos Anónimos es el reconocimiento, ante Dios y ante los semejantes, de que “no soy capaz de controlar mi compulsión a la bebida; necesito un Poder superior a mí”. Pues bien: puedes constituir, en el ámbito de tus cuatro paredes, tu propia “organización” de los Cónyuges Afligidos Anónimos. En aquellos matrimonios en los que se deja a Dios aparte, falta la dimensión espiritual. Quienes se resisten y oponen a Dios cosechan frecuentemente el fruto de su incredulidad en trágico e innecesario sufrimiento.
Cuando él o ella tienen la entereza para reconocer al otro, o la otra: “El problema nos supera; invitemos al Señor a que venga y bendiga nuestro infeliz matrimonio”, han comenzado ya a confrontar y superar la situación. El Señor es un Caballero; jamás irrumpirá en tu hogar sin que lo invites. Cuando cierta tarde dos discípulos iban andando hacia Emaús, Jesús, tras haber resucitado, se les juntó de incógnito en el camino. Al llegar a su casa, lo invitaron de forma más bien casual a que entrara y quedara junto a ellos. Él hizo como que debía continuar el camino. No fue sino hasta que “ellos lo obligaron a quedarse, diciendo: -Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día ya ha declinado”, cuando “entró, pues, a quedarse con ellos” (Luc. 24:28 y 29).
Ese pequeño incidente arroja un diluvio de luz en lo que se refiere a la relación de Dios con nosotros. Él desea realmente entrar y bendecir nuestras familias con su grata presencia como Huésped, pero sólo si se lo invita. Esa es la razón fundamental para arrodillarse juntos cada día en oración. No importa lo extraño que pueda parecerte, hazlo, y cree la verdad: Él acepta toda invitación sincera, y no desatiende tu petición, aunque hayas tardado en formularla.
Las familias cristianas no participan del pan cotidiano sin invitar primeramente al Huésped Invisible a la mesa. Es extremadamente raro que se separe un matrimonio, cuando ambos buscan juntos a Dios diariamente. Pueden amenazarles aún perplejidades y circunstancias irritantes, pero las afrontan con una renovada fuerza interior, y se sobreponen a las dificultades.
(b) Cuando los padres se divorcian, los hijos suelen ser los peor parados. Si los padres reflexionaran en el hecho de que sus hijos son el producto de su unión en matrimonio, se lo pensarían más de una vez antes de considerar el divorcio.
Cuando un matrimonio se deshace, los hijos sienten que de alguna forma son responsables por ello. Dependiendo de su edad, comprenden que son el “producto” de sus padres, y razonan: ‘Si el matrimonio que me trajo a este mundo es un fracaso, eso significa que quizá yo soy también un fracaso. No tengo nada por qué luchar, nada que hacer’. Puede incluso albergar un amargo sentimiento de la injusticia en la que está condenado a vivir, en la medida en que el amor que lo produjo está condenado a morir. Esa es la razón por la que muchos hijos de padres divorciados tienen un ínfimo sentido de la autoestima. Es más fácil lograr el ajuste emocional cuando se produce el fallecimiento de uno de los padres, que cuando se trata de la muerte de la unidad matrimonial que estuvo en el origen de su misma existencia.
El conocimiento de que los niños que crecen en un hogar feliz tienen las mayores probabilidades de desarrollar una personalidad equilibrada y capaz, debiera ser un poderoso incentivo para que los padres hagan todo esfuerzo posible por lograr ese hogar feliz.
(c) Sucede en ocasiones que un esposo o esposa intratable se convierte en flexible, cuando su cónyuge cede generosamente en un conflicto. Jesús dio consejo sobre algo que parece ser un tema sin relación alguna con el presente, pero que es extraordinariamente apropiado en el actual ambiente de discordia matrimonial y sentencias judiciales de divorcio: “Ponte de acuerdo pronto con tu adversario, entretanto que estás con él en el camino, no sea que el adversario te entregue al juez” (Mat. 5:25).
Puede sonar extraño llamar “adversario” a un cónyuge, sin embargo en demasiados casos es una acertada descripción de la realidad. En ese contexto, es bien posible ganar una discusión a costa de perder un matrimonio.
Aunque la Biblia dice: “las casadas estén sujetas a sus propios maridos” (Efe. 5:22), “el marido es cabeza de la mujer” sólo en el sentido en que “Cristo es cabeza de la iglesia, la cual es su cuerpo, y él es su Salvador” (vers. 23). Cristo está lleno de gentileza y humildad. Él dijo: “soy manso y humilde de corazón” (Mat. 11:29). Eso puede ser una lección difícil de aprender para muchos maridos, pero si la ponen en práctica descubrirán que a su esposa le resulta mucho más fácil estar “sujeta” a él, y aceptarlo en su asignación como cabeza de familia.
La esposa puede deshacer mil nudos gordianos de amarga tensión cediendo en asuntos que no comprometan sus principios morales, incluso persuadida de poseer la razón, y de que su esposo está en el error. Algunos hombres sólo son capaces de aprender de la forma más penosa: …equivocándose. Si tal resulta ser el caso, la esposa puede demostrar verdadera sabiduría si es capaz de mantenerse en silencio, rehusando pronunciar el consabido, ‘¡Ya te lo dije!’
5. Deja de centrar la atención en tu propia felicidad y convierte tu matrimonio en un ministerio de amor para otros. Más de un matrimonio es miserablemente infeliz por la simple razón de que es una unión egoísta. El amor que trae la felicidad al matrimonio es el tipo de amor que procura la felicidad de los otros, no sólo “del otro”. Haz lo posible por implicarte junto con tu pareja en algún tipo de actividad de ayuda a los necesitados. Aplicaos a aligerar las cargas de otros, y comprobaréis qué pronto resulta aligerada vuestra propia carga. Terminaréis desencallando.
* El Título Original de este Artículos es sencillamente “Desencallando”, pero lo hemos complementado para mayor claridad.

La Persona y la Obra de Cristo en el Mensaje a las Siete Iglesias

La Persona y la Obra de Cristo en el Mensaje a las Siete Iglesias

Por: Héctor A. Delgado

Clasifíquese: Cristologia, Apocalíptica
La persona y la obra de Jesucristo constituye el eje central de las Sagradas Escrituras, conforman además una cadena áurea que engloba y expande todas las demás verdades de la Biblia. Cuando Jesús les dijo a los judíos que escudriñaran las Escrituras, porque ellas daban testimonio acerca de Él, afirmó un hecho de suma trascendencia para todos los tiempos (Juan 5:39). Por medio del sistema de sacrificios, establecido desde la entrada misma del pecado (Gén. 3:21; 4:1; 8:20,21), con su posterior establecido en los rituales del Santuario (Éxo. 25:8,9; Lev. 1-7), hasta los mensajes impartido por los profetas y apóstoles, Dios procuraba hacer cada vez más claro el misterio del Plan de la Salvación (Heb. 4:2; Gál. 3:8, cf. Mar. 4:11; Rom. 16:25; Efe. 3:3-9). Este Plan contempslaba el hecho de que Dios, en la persona de su Hijo, llegaría a participar de la naturaleza humana para redimirlos de las consecuencias del pecado (Juan 1:14). Desde el mismo principio de la caída en el pecado nuestros primeros padres tuvieron una vislumbre de ello, pues para Adán “el ofrecimiento del primer sacrificio fue una ceremonia muy dolorosa.  Tuvo que alzar la mano para quitar una vida que sólo Dios podía dar. Por primera vez iba a presenciar la muerte, y sabía que si hubiese sido obediente a Dios no la habrían conocido el hombre ni las bestias. Mientras mataba a la inocente víctima temblaba al pensar que su pecado haría derramar la sangre del Cordero inmaculado de Dios. Esta escena le dio un sentido más profundo y vívido de la enormidad de su transgresión, que nada sino la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar. Y se admiró de la infinita bondad que daba semejante rescate para salvar a los culpables. Una estrella de esperanza iluminaba el tenebroso y horrible futuro, y le libraba de una completa desesperación”.[1] Por consiguiente, cada animal sacrificado era un solemne recordativo de que “sin derramamiento, no hay perdón de pecados” (Heb. 9:22).
El fin del Redentor: La Muerte
En el Santuario, la muerte de cada víctima sacrificada prefiguraba la muerte del Redentor prometido como un “codero sin macha y sin contaminación” para la realización de la expiación por el pecado (Lev. 17:11; Isa. 53:7,12; 1 Juan 2:2, cf. Gén. 22:6-14), a la vez que la dignidad y autoridad del sumo sacerdote, anunciaba su regía dignidad sumo sacerdotal (Heb. 7:26; 8:2). La expiación por el pecado se lograba únicamente a partir de la muerte de la víctima, por consiguiente la encarnación estaba siendo anunciada, pues, ¿De qué otra forma podría morir el divino sustituto y expiar los pecados de la raza humana?
Si el Redentor expiaría el pecado con su muerte, consecuentemente tendría que asumir una condición en la que pudiera hacerlo, ya que Dios no puede morir. Reconociendo el establecimiento provisional del sistema de sacrificio, el salmista señaló: “Sacrificio y presente no quisiste […]; holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: Aquí vengo, en el rollo del libro está escrito de mí. Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:6-8). La carta a los Hebreos señala que esto se cumple en Cristo al venir como hombre a este mundo (Heb. 10:5,7). El profeta Daniel, en una visión escatológica, nos habla de un Ser excelso que es llevado ante Dios el Padre: “Uno como un Hijo de Hombre” (Dan. 7:13). “Hijo de Hombre” es una clara referencia al Redentor encarnado (Mat. 26:64; 24:30). Es interesante saber que el vocablo que usa Daniel para “hombre” (“enash”) constituye la forma aramea de “enosh”, una palabra que describe la “fragilidad y la mortalidad del hombre”.  Además, en su majestuosa profecía de las 70 semanas el profeta señala aún más directamente que el sistema de sacrificio llegaría a su final en algún momento (“hará cesar el sacrificio y la ofrenda”), porque el Mesías, con su muerte (“no por sí”, es decir, sin causa y culpa propia), pondría “fin al pecado, y expiará la iniquidad” (Dan. 9:24-27). El autor de la epístola a los Hebreos reconoce la temporalidad del sistema de sacrificio desarrollado en el Santuario. Sencillamente fue establecido “hasta el tiempo de reformar las cosas” (Heb. 10:10, cf. 7:18).
En el libro de Isaías, en el conocido pasaje del “Siervo sufriente”, se anunciaba claramente la obra expiatoria del Mesías a favor de su pueblo. Se señala allí los variados aspectos de su ministerio: su humilde surgimiento y apariencia sin atractivo físico como para ser deseado, su muerte sustitutoria y los positivos resultados de su obra (Isa. 53; cf. 11:1,4-13; Jer. 23:5; Zac. 6:12). Estaba claro, el Redentor sería de “arriba”, del cielo (cf. Juan 3:31; 8:23), pero se revestiría con el manto de nuestra humanidad mortal.
El pecado: una ofensa contra Dios
Hay otro aspecto importante. El pecado constituía un agravio y un desafío directo contra la Deidad y su Ley, fundamento del gobierno divino (Rom. 8:7; 1 Juan 3:4; Gén. 3:1-5; Isa. 59:2). Por consiguiente, una criatura, por más excelsa que fuera no podía resarcir semejante ofensa. Sólo Uno, que fuera divino por naturaleza podía asumir el cargo de la vindicación del carácter de Dios, su Ley y la expiación del pecado. Es por eso que, si la identificación del Redentor con el ser humano caído era una necesidad indispensable para expiar el pecado, la divinidad constituía la base para su encarnación. Bien nos dice el Espíritu de Profecía: “Aunque no tenía ninguna mancha de pecado en su carácter, condescendió en relacionar nuestra naturaleza humana caída con su divinidad. Al tomar sobre sí mismo la humanidad, honró a la humanidad. Al tomar nuestra naturaleza caída, mostró lo que ésta podría llegar a ser si aceptaba la amplia provisión que él había hecho para ello y llegaba a ser participante de la naturaleza divina”.[2]
En una ocasión Jesús hizo referencia al Sal. 110:1 para demostrar a los fariseos y saduceos que, el Mesías tendría procedencia divina a pesar de estar vestido con el manto de la humanidad (Mat. 22:41-46). En el libro de Isaías encontramos una de las referencias más directas del Antiguo Testamento sobre la procedencia divina del Redentor prometido: “Porque un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el gobierno estará sobre su hombro. Será llamado Maravilloso, Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isa. 9:6). Miqueas nos dirá que sus “orígenes son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miq. 5:2). La expresión “desde la eternidad” no denota antigüedad solamente, sino existencia eterna (cf. Sal. 90:2; Hab. 1:12; Neh. 9:5; 1 Cron. 29:10).
Los escritores del Nuevo Testamento establecen que la razón principal por la que Cristo asumió la naturaleza humana fue para poder redimirla (Juan 1:14; Gál. 4:4; Fil. 2:5-7). Y más aún, el Hijo eterno no sólo tomó la humanidad sobre su naturaleza divina, sino que esa naturaleza humana que asumió – como ya vimos –, es identificada con “nuestra naturaleza humana caída”. La misma naturaleza que es común a todos los seres humanos nacidos en este mundo (Heb. 2:14; Rom. 1:3; 8:3; Gál. 4:4).
La divinidad de Cristo también es presentada claramente por los autores del Nuevo Testamento (Juan 1:1; 8:58; Rom. 9:6; Tit. 2:13; 1 Tim. 3:16). Nadie extraviará esta verdad a menos que decida seguir su criterio personal en el estudio de la Palabra de Dios. El testimonio unánime de los escritores inspirados es que, en Jesucristo, está unida la divinidad y la humanidad. En Cristo entonces, se funden la realidad y el cumplimiento de los propósitos eternos de Dios para la raza humana, la consumación de todo cuando está escrito “en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Luc. 24:44, cf. vers. 27). A través de Él se restablecerá el orden original de justicia que imperaba antes del surgimiento del pecado (1 Cor. 15:24-28).
La divinidad y la humanidad de Cristo en las cartas a las Iglesias
El mensaje a las siete iglesias es coherente con este hecho, dando así a entender que esta verdad debió ser preservada durante toda la era cristiana. Las herejías surgidas durante la historia de la iglesia demuestran precisamente una falla en la comprensión de esta importante enseñanza. Y estas desviaciones de la doctrina verdadera es lo que ha provocado la presente amalgama de ideas confusas que vemos plasmada en los cuerpos religiosos de la actualidad. Por consiguiente, una comprensión errónea de la persona y la misión de Cristo desencadena automáticamente en una experiencia cristiana defectuosa. Y una experiencia así, inducirá a la iglesia a robarle a Cristo el honor y la gloria que se merece.
De hecho, según comprobaremos, el mensaje del Hijo eterno a las iglesias está marcado por una intensión fundamental: La iglesia tiene que saber y reconocer Quién es el que le habla, amonesta, corrige y anima. Y los errores cometidos por el cristianismo en toda su historia es la mayor evidencia que tenemos de que la iglesia ha ignorado por largo tiempo a su Señor y Redentor. Pero nosotros, los que “hemos llegado al fin de los siglos” (1 Cor. 10:11), debemos recobrar nuevas fuerzas en procura de establecernos sobre un fundamento firme. La Palabra debe ser investigada con oración perseverante y profunda devoción para encontrar en Ella la luz que nos guiará por sendas seguras de verdad (Sal. 139:23-24).
El método que seguiremos en nuestro análisis es el siguiente: Primero evaluaremos la divinidad de Cristo en cada mensaje, pero no por separado, sino en conjunto, pues algunas referencias se repiten en más de un mensaje (cf. Apoc. 2:1, 3:1). Luego analizaremos las referencias a la humanidad de Jesús y sus implicaciones para nosotros hoy. Pero antes veamos los atributos de Cristo en el mensaje a cada iglesia en forma paralela.
LAS 7 IGLESIASTÍTULOS DE CRISTO
1era. ÉfesoEl que tiene las siete estrellas en su mano derecha, y anda entre los siete candelabros de oro (Apoc. 2:1).
2da. EsmirnaEl Primero y el Ultimo, el que estuvo muerto y revivió (vers. 8).
3era.  PergamoEl que tiene la espada aguda de dos filos (vers. 12).
4ta. TiatiraEl Hijo de Dios, que tiene ojos como llama de fuego, y pies semejantes al bronce bruñido (vers. 18).
5ta. SardisEl que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas (Cap. 3:1).
6ta. FiladelfiaEl Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre (vers. 7).
7ma. LaodiceaAsí dice el Amén, el Testigo Fiel y Verdadero, el origen de la creación de Dios (vers. 14).
El Cristo divino: Iglesias de Éfeso y Sardis
La primera referencia a la divinidad del Hijo de Dios aparece en el mensaje a la iglesia de Éfeso: “El que tiene las siete estrellas en su mano derecha” (Apoc. 2:1, cf.  1:16,20). La misma declaración se repite en el mensaje a la iglesia de Sardis (cap. 3:1). Aunque las siete estrellas son simbólicas, representan a los “ángeles de las iglesias” (cap. 1:20), el hecho de que Cristo es descrito como teniéndolas en su mano derecha constituye una evocación al registro de la creación (Gén. 1:16; Isa. 48:13; Sal. 8:3; Job 9:9). Guarda relación además con la manifestación de la omnipotencia divina ejercida a favor de su pueblo (Juec. 5:20). En algunos pasajes poéticos del AT se hace referencia a las estrellas como alabando a Dios mientras ejerce su poder creador (Job. 38:7). El Creador y las estrellas están relacionados.
En otros textos las estrellas son utilizadas por Dios para ilustrar y fortalecer su promesa de bendecir a su remanente entre las naciones (Gén. 15:5; 22:17). De hecho, en el libro de Génesis, “once estrellas” fueron utilizadas para simbolizar la mayoría de los líderes del pueblo de Dios (Gén. 37:9). En consecuencia, las estrellas constituyen un símbolo adecuado para representar a los ministros “que enseñan la justicia a la multitud” (Dan. 12:3). “Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová el todopoderoso” (Mal. 2:7). Si los ministros no cumplen la misión asignada desatendiendo la amonestación del Señor de la Iglesia, se convierten en “estrellas errantes” y caídas (Jud. 13). Incluso, su iglesia corre el riesgo de ser “removida de su lugar” (Apoc. 2:5). Una clara referencia a la caída espiritual y la subsiguiente pérdida del favor divino.
La declaración de Juan sobre Cristo como teniendo las siete estrellas en su mano derecha, evoca también el control divino sobre la creación (Isa. 40:26; Sal. 147:4), pero también su poder sustentador (Deut. 33:3). Cristo no sólo “hizo el universo”, sino que es “quien sustenta todas las cosas con su poderosa palabra” (Heb. 1:2,3, cf. Col. 1:16,17). De igual manera, Él dirige y sustenta a los dirigentes de su iglesia a fin de que lleguen “a la unidad de la fe y al conocimiento del Hijo de Dios, a un estado perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Efe. 4:13,14).
Pérgamo y Tiatira
En los mensajes a estas iglesias existen dos referencias que debemos ver ahora: “El que tiene la espada aguda de dos filos” (Apoc. 2:12), “el Hijo de Dios, que tiene ojos como llama de fuego” (vers. 18). Ambas referencias hacen alusión a la facultad de juzgar que posee Cristo. La primera revela la veracidad de su Palabra, y la segunda, su conocimiento absoluto de todas las cosas (Heb. 4:12; Apoc. 19:15,21). Ambos requisitos son indispensables para ejecutar un juicio justo e imparcial. En el Antiguo Testamento, el juicio es prerrogativa divina, pues Él es quien conoce a plenitud todas las cosas: “Dios es un Juez justo” (Sal. 7:11, cf. Deut. 32:36; Sal. 50:6; 75:7). En el Nuevo Testamento encontramos esta misma idea (Hech. 17:31; Heb. 10:30; Apoc. 20:11-13). Pero Dios el Padre “a nadie juzga, sino que confió todo el juicio al Hijo”, con un sólo objetivo: “Para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Juan 5:22,23). Así que las declaraciones de Apoc. 2:13 y 18 están fundadas sobre el extraordinario hecho de que Cristo es divino y humano. Su divinidad lo calificó para ser el Redentor y su humanidad lo calificó apara redimir y juzgar a la humanidad. Nadie podrá señalar una razón que pueda justificar su desobediencia a la Ley de Dios, pues el juicio está en mano de aquel que “fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15; 2:14). En este contexto se nos dice:
“Dios fue manifestado en carne para condenar al pecado en la carne, manifestando una perfecta obediencia a toda la Ley de Dios. Cristo no pecó, ni fue hallado engaño en su boca. No corrompió la naturaleza humana [con la desobediencia], y aunque en la carne, no transgredió la Ley de Dios en ningún particular. Más aún, eliminó toda posible excusa que el hombre caído pudiera evocar, a modo de razón para no obedecer la Ley de Dios [...] Este testimonio concerniente a Cristo muestra llanamente que condenó el pecado en la carne”.[3]
La expresión “ojos como llama de fuego” es una referencia a la divinidad de Cristo en su manifestación más plena. En el capítulo 1 Juan Jesús describe a Cristo teniendo “su cabeza y sus cabellos blancos como blanca lana, como nieve” y  “sus ojos eran como llama de fuego” (vers. 14). Las figuras de “lana blanca”, “nieve” y “fuego” aparecen en la descripción que hace el profeta Daniel de Dios el Padre (Dan. 7:9). Así mismo, en su segunda venida “en gloria y majestad” Cristo es descrito como teniendo “ojos como llamas de fuego” (Apoc. 19:12), viene en todo el poder de su divinidad y hace de ella una manifestación todopoderosa. Por eso es que los impíos morirán con el “resplandor” de su venida (2 Tes. 1:6-8; Isa. 11:4b). Ningún mortal puede ver a Dios en toda su gloria y continuar viviendo.
En el Apoc. 2:18 (mensaje a Tiatira), Cristo se nombra así mismo “el Hijo de Dios”, algo que no es casual, pues esa designación constituye una referencia a su filiación divina. Así como la expresión “Hijo del Hombre” señala a su perfecta unión con la humanidad, “Hijo de Dios” establece su relación con la divinidad (Luc. 1:35; Mat. 4:3; 8:29; 14:33; 26:63; Juan 10:36).
Esmirna y Sardis
Veamos las dos siguientes designaciones: “El Primero y el Último, el que estuvo muerto y revivió”, y “el que tiene los siete Espíritus de Dios” (Apoc. 2:8; 3:1). En el cap. 1:11,17 y 22:13 aparece nuevamente el título “el Primero y el Último”. Esta expresión es un título divino que Jehová Dios se aplica así mismo en el Antiguo Testamento (Isa. 41:4; 44:6; 48:12). Si Cristo es “el Primero y el Último” no quiere decir que el apóstol Juan confunde su personalidad con la del Padre, sino que le atribuye posición de igualdad (Juan 10:30; 17:3). Su divinidad queda remarcada por el hecho de que Él posee “los siete Espíritus de Dios”. Dada la naturaleza simbólica del número siete en el libro de Apocalipsis, esta expresión constituye una referencia apocalíptica de la plenitud del Espíritu Santo. Él posee la plenitud del Espíritu divino (cf. Luc. 4:18; Juan 1:32; 7:38,39). Esta es la fórmula juanina para expresar lo que ya el apóstol Pablo había señalado sobre Jesús: que Él “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad corporalmente” (Col. 2:9).
De Cristo se habla como de un león, pero también es descrito como un cordero con siete ojos y siete cuernos (Apoc. 5:5). Una evidente referencia a suomnisciencia y omnipotencia. Cualidades únicas del Ser divino.
Filadelfia
Veamos ahora la triple declaración que se nos presenta en la carta a Filadelfia: “El Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David” (Apoc. 3:7). Los títulos “Santo” y “Verdadero obviamente son utilizados aquí como nombre. Juan no está diciendo aquí que va a hablar el que es “santo y verdadero”, sino, “el Santo, el Verdadero”. Se está resaltando intrínsecamente la naturaleza divina de Quien comunica el mensaje. Santo, es un nombre aplicado frecuentemente a Dios en el AT: “No hay santo como Jehová, no hay ninguno fuera de ti”, “el Santo de Israel” (1 Sam. 2:2; 2 Rey. 19:22, cf. Isa. 10:20; 40:25; 43:15; 45:22). De hecho, “Santo” fue un título aplicado proféticamente a Cristo (Sal. 16:10). No sólo él es santo de carácter, sino que es “el Santo” en el sentido más elevado (Mar. 1:24; Hech. 3:14).
“Verdadero” es otro nombre aplicado a Dios en el Antiguo Testamento (Jer. 10:10). Ya Juan en su primera carta se había referido a Cristo con este título: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero. Y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo.Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). Nuevamente encontramos la designación aplicada a Cristo en Apoc. 3:14.
La autoridad divina del Hijo eterno queda remarcada ahora por un nuevo título: “El que tiene la llave de David”. Esta imagen es tomada directamente de Isa. 22:22, donde se nos dice que el siervo Eliaquín recibiría de Dios la autoridad de supervisar “la casa de David”. Las llaves de David señalan su autoridad divina de Cristo y su triunfo sobre la muerte (Apoc. 1:18), y dicha autoridad es ejercida en la iglesia para la ejecución de sus propósitos: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18, cf. Efe. 1:22,23). En las epístolas paulinas, la victoria de Cristo sobre el pecado está indisolublemente unida a su autoridad divina: “Por eso Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un Nombre que es sobre todo nombre” (Fil. 2:10, cf. vers. 5-9; Efe. 1:20,21; Heb. 12:2).
Laodicea
Esta es la última iglesia, por lo tanto contiene el último mensaje de Dios a su pueblo. El tiempo escatológico en que vive esta iglesia hace que sea más significativo su mensaje. De igual manera, es importante comprender el significado de los títulos que Cristo se aplica así mismo al hablar al ángel de esta congregación: “Así dice el Amén, el Testigo Fiel y verdadero, el origen de la creación de Dios” (Apoc. 3:14). El “Amén” constituye clara reminiscencia de Isa. 65:16: “El que se bendijera en la tierra, en el Dios de verdad [lit. ‘amén’] se bendecirá; y el que jurare en la tierra, por el Dios de verdad [lit. ‘amén’] jurará”. El “Amén” se usa aquí como nombre de la Deidad, y es en este sentido que Juan lo aplica a Cristo (cf. 1 Juan 5:20). La designación “el Testigo Fiel y verdadero” refuerza la autoridad y la veracidad de su mensaje.
Cuando leemos el evangelio de Juan encontramos a Cristo defendiendo su testimonio personal sobre Sí mismo ante los fariseos. El argumento de los judíos fue claro: “Tú das testimonio de ti mismo. Tu testimonio no es válido” (Juan 8:13). Pero la repuesta puntual de Cristo fue: “Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es válido, porque sé de dónde he venido y adónde voy […] Y si yo juzgo, mi juicio es válido, porque no soy solo, sino yo y el Padre que me envió. En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es válido. Yo Soy el que doy testimonio de mí mismo, y el que me envió, el Padre da testimonio de mí” (vers. 14,16-18). Estos textos proveen el antecedente escriturario para la declaración apocalíptica “Testigo Fiel y Verdadero”. El testimonio de Cristo a la iglesia de Laodicea está determinado por la veracidad de Quien lo da. Cristo, como Dios veraz no puede sino hablar solamente la verdad, y como “Testigo Fiel” expondrá con veracidad los hechos que imputa a su indiferente iglesia del tiempo del fin.
Pero Juan nos presenta una declaración aún más penetrante sobre el Hijo eterno: “El Principio de la creación de Dios”. Esta expresión junto a Col. 1:15 posiblemente ha constituido el caballo de batalla de aquellos que, desde Orígenes y el presbítero Arrio, hasta hoy, insisten en que Cristo es un ser creado. La opinión de Arrio era que Jesús “fue engendrado de Dios antes de todos los siglos”. Una creencia sencillamente heredada de Orígenes, quien años antes había expresado que el Hijo “nació del Padre antes de toda la creación”. La declaración de Orígenes marca el comienzo de esta creencia. Pero el contenido del mensaje a Laodicea no demanda ni permite dicha interpretación. Esta opinión, por más creíble que haya sido expuesta, falta a la verdad, pues está fundamentada sobre una presuposición antibíblica.
Hay dos cosas que debemos tomar en cuenta al leer este texto. 1) Juan NO dice que Cristo es “el principio de la creación hecha por Dios”. Sino “de Dios”. 2) La palabra “principio” puede traducirse correctamente como “origen”. Entonces, el texto sencillamente dice que Cristo es “el origen de la creación de Dios”. Juan está diciendo que Jesús es la fuente u origen de la creación de Dios. La creación procede y se origina en Él. Y esto está en completa armonía con el resto de las Escrituras: “En el principio ya existía el Verbo […], Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada de cuanto existe fue hecho sin Él” (Juan 1:1-3). “Por Él fueron creadas todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados o autoridades. Todo fue creado por medio de Él y para Él” (Col. 1:15, cf. Heb. 1:2,3). “Porque Cristo existía antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en Él” (Col. 1:16).
En este contexto, la expresión “el origen [fuente o causa] de la creación de Dios” contiene una verdad esperanzadora: invita a la iglesia tibia e indiferente del tiempo del fin a dejar que el divino Creador ejerza su poder omnipotente yorigine en ella una nueva experiencia espiritual. Este poder creador puede romper el círculo vicioso de la indiferencia y la apatía, de la tibieza que la causa nauseas a su divino Señor. De nuestro Señor puede brotar y surgir una nueva vida llena de dinamismo que lleve a feliz término su obra en esta tierra. Laodicea tiene el privilegio de pasar por esta experiencia.
El Cristo humano
La humanidad de Cristo queda establecida firmemente por las siguientes declaraciones: “estuvo muerto y revivió” (Apoc. 2:8), “pies semejantes al bronce bruñido” (vers. 18), “el que tiene la llave de David” (cap. 3:7). La primera expresión resalta la fragilidad de la naturaleza humana que asumió el Salvador para poder redimir a la raza humana, pero también apunta a su triunfo sobre el poder del pecado y la muerte. “Por cuanto los hijos participan de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por su muerte al que tenía dominio de la muerte, a saber, al diablo” (Heb. 2:14). La humanidad de Cristo era mortal, y en las palabras de Pablo era, “la misma” que poseemos todos los redimidos. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4,5).
La segunda expresión (“pies semejante a bronce bruñido”) está relacionada íntimamente con la primera, y aunque puede constituir una referencia al aspecto sobrenatural de Jesús en la visión (cf. Dan. 10:6), señala adecuadamente los sufrimientos que Cristo experimentó durante su ministerio para consumar la redención: “He pisado yo solo el lagar [de la ira de Dios], y de los pueblos nadie había conmigo” (Isa. 63:3). En la carta a los Hebreos leemos: “En los días de su vida terrenal, Cristo ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte. Y fue oído por su reverente sumisión. Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia. Y perfeccionado, vino a ser una fuente de eterna salvación para todos los que obedecen” (cap. 5:7-9, cf. Apoc. 1:15; Isa. 53:3-12). Cristo no asumió la humanidad en forma aparente, el realmente “fue hecho carne”.
El Apocalipsis presenta los resultados de los sufrimientos y la muerte de Cristo como una realidad que trasciende el tiempo (Apoc. 1:5; 13:8 – pasado; vers. 18; 2:8  – pasado y presente; 5:6 – presente; 7:9,10,14; 14:1 – futuro). Aquel que fue hecho carne (Juan 1:14), es el mismo que vendrá a liberarnos (Apoc. 19:11-13).
La última de las tres expresiones, “el que tiene la llave de David” nos habla de la regia autoridad del Hijo de Dios, aquella que ganó con su  propia sangre. Es interesante saber que el que tiene la llave de David, es precisamente Aquél de quien la Biblia dice que “es del linaje de David, según la carne” (Rom. 1:3; cf. Mat. 20:30,31). Se ha observado que “el hecho de que los escritores del Nuevo Testamento pudieran registrar la genealogía de Cristo y trazar sus raíces hasta David (Rom. 1:3), hasta Abrahán (Mat. 1:1-16), y hasta Adán (Luc. 3:23-28), prueba claramente que la humanidad de Cristo fue ‘parte y conjunto’ de la humanidad que Él vino a redimir”.[4] El Salvador se identificó con humanidad, aquella humanidad que necesitaba redención. Esta es la idea expresada claramente en la carta a los Hebreos (cap. 2:10-18). Tanto el Redentor y los redimidos poseen una naturaleza humana común: “Él participó de los mismo” (Heb. 2:14). En nuestra humanidad, donde el pecado se había atrincherado dominado al ser humano, Cristo lo enfrentó y desafió su poder triunfando sobre él. “Porque lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne, Dios [lo hizo], enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado [por lo que el pecado es, e implica], condenó al pecado en la carne” (Rom. 8:3).
Aunque se ha discutido mucho sobre este texto, solo diremos que nunca lo entenderemos correctamente mientras ignoremos su contexto. En el capítulo 7 Pablo hace claro qué constituye “el pecado en la carne”: “el pecado que mora en mí” (vers. 17, 20); “en mi carne, no mora el bien” (vers. 18); “el mal está en mí” (vers. 21); “la ley del pecado que está en mis miembros” (vers. 23). El “pecado en la carne” es un principio poderoso del cual no podemos liberarnos por nosotros mismos (note el clamor de Pablo: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” – vers. 24). Era necesario que se produjera una liberación de este poder y se asegurara su destrucción. Ahí es precisamente donde entra Cristo: El toma nuestra naturaleza humana, “con todo su pasivo”, asumiendo el terrible riesgo de fracasar como otros lo habían hecho y realiza la redención haciendo libre a todos “los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb. 2:15, cf. Rom. 8:2). “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley [en la misma condición de los perdidos], para redimir a los que estaban bajo la Ley [¡esa es la idea!], a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4,5).
El milagro de los milagros es que Cristo, en nuestra humanidad “vino a esta tierra para ser tentado en todos los puntos, tal como son tentados los seres humanos”,[5] “fue manifestado en carne para condenar al pecado en la carne” y aunque rodeado de las mismas debilidades del hombre caído, “no corrompió la naturaleza humana [con la desobediencia], y aunque en la carne, no transgredió la Ley de Dios en ningún particular”.[6] Su perfecta obediencia y su perfecto sacrificio constituye nuestra garantía de vida eterna.
Los errores cristológicos y soteriológicos de los nicolaítas
En el mensaje a las iglesias de Éfeso y Pérgamo se hace referencia a las “obras de los nicolaítas”, quienes, según evidencias históricas confiables, consistían en una secta de origen griego que promovía el gnosticismo. En el área cristológica, esta secta enseñaba una idea opuesta a las claras enseñanzas apostólicas. Su argumento principal era que el Cristo, el Verbo eterno, realmente nunca se encarnó, pues era imposible que lo eterno e inmaterial (bueno por naturaleza) se uniera a lo temporal y material (malo y corrupto). Pero no pudiendo negar la realidad histórica de Jesús de Nazaret recurrieron a un doble argumento confuso y engañoso. Por un lado, sostenían que el Cristo eterno y el Jesús que estuvo en la tierra eran dos personas distintas.[7] Y por otro lado, sostenían que Cristo solo parecía humano, que no dejaba huellas al caminar, porque era “inmaterial e incorpóreo […] como si no existiera en absoluto”.[8] Pero los escritores del Nuevo Testamento identificaron a Jesús como plenamente divino y humano (Juan 1:1-3,14; Rom. 1:3; 9:5; Fil. 2:5-9; 1 Juan 4:2). Lo señalaron como un Ser “único” (Juan 1:18; 3:16). Y más allá de toda duda, defendieron la realidad de su encarnación (Juan 1:14,18; 3:16; Luc. 1:35; Fil. 2:5-9; 1 Juan 4:1-3).
Juan reconoció además la acción de un poder infernal que había comenzado a obrar para destruir la verdad acerca de Cristo y su Evangelio: “Hijos, ya es la última hora. Y como habéis oído, el anticristo ha de venir. Aun ahora han aparecido muchos anticristos. Por eso sabemos que es la última hora. Salieron de entre nosotros, pero no eran de nosotros. Si hubieran sido de los nuestros, habrían quedado con nosotros. Su salida muestra que no todos son de nosotros. Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas. No os escribo porque ignoráis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira procede de la verdad. ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. El que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre” (1 Juan 2:18-23). Negar la encarnación de Cristo es pretender negar el Plan eterno y el “Consejo de Paz” (Zac. 6:13) que hubo entre los miembros de la Deidad para la redención de la humanidad.
En el área soteriológica, los gnósticos hicieron su propuesta también: Cristo realmente no vino a redimir al hombre del pecado, sino de las tinieblas de la ignorancia, vino a ayudar a la humanidad a encontrar la gnosis, el conocimiento verdadero. La redención no la realiza Cristo con su muerte sino el mismo ser humano al descubrir el conocimiento. La respuesta cristiana fue directa: “Y ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú has enviado” (Juan 17:3). Es el conocimiento del Dios verdadero tal y como fue revelado por el Hijo eterno, y de Él como revelación última y absoluta de Dios que los seres humanos alcanza la salvación. Cuando los hombres entran en una relación salvadora con Cristo, después de haber aceptado su muerte expiatoria, es que han encontrado el verdadero conocimiento que conduce a la vida eterna. Los cristianos no han sido llamados a conocer algo (ya sean misterios o doctrinas), sino a Alguien. Ya lo expresó el gran Apóstol: “Considero todas las cosas como pérdida por el sublime valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo; y ser hallado en Él, no en mi propia justicia, que viene por la Ley, sino en la que es por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios por la fe. A fin de conocer a Cristo y conocer el poder de su resurrección […]” (Fil. 3:8-10). Pablo es categórico al decir que en Cristo “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”. Y lo dice “para que nadie os engañe con palabras persuasivas” (Col. 2:3,4). Este conocimiento de Cristo lleva al alma contrita a las más completa y maravillosa experiencias cristiana: La Justificación por la Fe.
El mensaje cristiano es bastante claro, no está expresado en un lenguaje revesado, ni en códigos que necesitan ser descifrados por algunos llamados “elegidos”, sino que puede ser entendido plenamente por los verdaderos“elegidos” en Cristo “desde antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin culpa ante él en amor” (Efe. 1:4). Así que, mientras en el gnosticismo (así como en algunas ramas del cristianismo) los “elegidos” son un grupo selecto de individuos, los verdaderos “elegidos” son aquellos que fueron unidos al Redentor del mundo por medio del milagro de la encarnación. Habiendo asumido nuestra naturaleza humana, el Redentor llegó a ser lo que nosotros somos, y así se unió a la raza humana por un lazo indisoluble: “Porque el que santifica y los que son santificados, todos proceden de uno. Por eso, no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Heb. 2:10). Ahora, todos compartimos con Él una vida común, su propia vida. Esa es la mayor manifestación de “la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús” (1 Cor. 1:4). Así, nos unimos al canto eterno de gratitud apostólica: “¡Gracias a Dios que nos hizo un regalo tan grande, que no tenemos palabras para expresarle nuestra gratitud!” (2 Cor. 9:15, DHH).
Otra Mirada a la expresión “el origen de la creación”
Antes de concluir nuestro estudio quiero llamar vuestra atención nuevamente a la expresión “el principio de la creación de Dios” de Apoc. 3:14. Veamos el primero. Cuando estudiamos la palabra “principio” u “origen” en el contexto de Jesús como la fuente y causa de la creación original, vimos sólo una parte de la verdad contenida en el pasaje. Esa interpretación, según entendemos, no agotó todo el contenido de esta interesante declaración. Pero lo expuesto aquí constituye sólo nuestro punto de vista sobre esta declaración inspirada.
Es conocido que la palabra “origen” (griego “arjé”) tiene dos sentidos, uno pasivo y otro activo. Si se le aplicara el primer sentido de esta palabra a Cristo muchos temen que lo señale como el primer ser creado (y así lo ven algunos cristianos hoy), pues en sentido pasivo “arjé” designa aquello que “recibe la acción en el principio”. Por otro lado, si aplicamos el sentido activo al Hijo eterno, lo estaría designando como la fuente o motor que causa la creación. La Biblia claramente enseña que Jesús es el Creador de todo cuanto existe (Juan 1:3; Col. 1:16). Pero también señala que el Creador del mundo es el mismo que efectuó la redención. Y esta es precisamente la idea que queremos desarrollar aquí.
Volviendo a la palabra “arjé” (transliterada por algunos como “arque”), debemos decir que esta raíz indicaba originalmente “aquello que era de valor”. La palabra  “monarca” está compuesta de “dos términos griegos: mono, único, y “arjé”, que aparece como ‘arca’ y que significa en este caso ‘el único gobernante’; por eso la palabra se aplica a alguien que gobierna solo”.[9]Aunque para algunos que hablaban el griego “arjé” llegó a significar “comienzo” o “principio” ese no era el sentido que tenía originalmente. Y sin dejar de tomar en cuenta sus dos sentidos (pasivo y activo), veamos todo lo que puede estar implicado en la expresión “el principio de la creación de Dios”.
Lo primero es que, tanto el Padre como el Hijo están indisolublemente unidos en esta frase. Algo común en toda la Escritura (cf. Gen. 1:1,26, Juan 1:1-3; 3:16, 8:16,18, etc.). Aunque se señala al Hijo como “la fuente de la creación”, el texto es claro, la creación “de Dios”. Es por eso que aunque leemos que “todas las cosas fueron hechas por él” (Juan 1:3), también se nos dice que “todo fue creado por medio de Él y para Él” (Col. 1:16). La misma idea aparece en Heb. 1:2,3. Así mismo, la salvación de la raza humana es atribuida al Padre y al Hijo. Del Padre se habla como “el Dios vivo, Salvador de todos los hombres” (1 Tim. 4:10; 1:1, 2:3, cf. Sal. 65:5; 68:19,20). Pero también leemos de “nuestro Salvador Jesucristo” (2 Tim. 1:10; 2 Ped. 2:1; 2 Ped. 1:11). En los siguientes pasajes se hace referencia conjunta al Padre y al Hijo como nuestros salvadores: Tito 1:3,4; 2:10,13; 3:4,7; Juan 3:16; Rom. 8:32. Así que, tanto la obra de la Creación como la obra de la redención es el producto de la acción conjunta de la Deidad. Y más aún, la redención es presentada en las Escrituras como un acto de recreación originado por la misma Deidad (Efe. 2:1-5,10; Col. 2:13; 2 Cor. 5:17). La cruz fue el medio a través del cual se logró una nueva creación: “Por medio de Él [Cristo] reconciliar consigo todas las cosas, así lo que está en la tierra como lo que está en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:20; Rom. 5:10; 2 Cor. 5:18,19). La redención-recreación constituye la acción del Dios único en el marco de la historia de la humanidad en la Persona de su Hijo Jesucristo.
La Biblia presenta la humanidad en el contexto de dos hombres y sus respectivas acciones: el “primer Adán” y Cristo, el “segundo Adán”. En el primero nos presenta fracasado, caídos, condenados y perdidos, pero en el “segundo Adán” nos presenta redimidos, prisioneros de esperanza, libres de condenación y reconciliados con Dios (Rom. 5:12-21; 1 Cor. 15:21,22,45).[10]En Cristo, la historia y la humanidad tuvieron un nuevo comienzo, por lo tanto, al introducir con su muerte expiatoria esta nueva era, Cristo pregona libertad a los cautivos, el año agradable del Señor para todos los que “estaban durante toda la vida sujeto a servidumbre” (Heb. 2:15). Con su muerte, la humanidad redimida recibe la bendición de poder vivir (lo reconozca o no) bajo una nueva vida. Por lo tanto, en esta nueva creación, Cristo, es el “principio”, el que ocupa el lugar supremo y en quien, todos están no solorepresentados, sino redimidos. Aquí encuentra su verdadero sentido la expresión “primogénito de la creación” (Col. 1:15). De esta nueva creación, introducida con su supremo sacrificio, Cristo es el primero y más importante.En Él se origina y se consuma la nueva creación. Por lo tanto, la expresión “el principio (fuente o causa) de la creación de Dios” apunta a la gran obra de la redención que fue realizada por Dios “en Cristo” cuando estuvo “reconciliando consigo al mundo, no tomándole en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Cor. 5:19). La primera creación se originó en Cristo y así mismo tuvo su origen en Él la recreación de la raza caída. Cristo es el Agente (nuestro eterno Mediador), por medio del cual el Padre trajo a la existencia todos “los mundos” (Heb. 1:2), y fue también el medio por medio del cual rescató y redimió la creación mancillada por el pecado. Y si miramos hacia el futuro, veremos que es Él quien también hará nuevas todas las cosas (1 Cor. 15:24-28; 2 Ped. 3:13). En Cristo, encuentra la raza humana caída, su principio, su preservación presente y su consumación final.
Conclusión
El Apocalipsis, en armonía con los demás libros de la Biblia revela la plena divinidad y humanidad de Cristo. Lo presenta como uno con el Padre en naturaleza y propósitos.  La forma en que se nos revela este tema en el mensaje a las iglesias demuestra claramente que ha sido, es y será un tema inagotable. Pero debe ser analizado y recibido libre de las presuposiciones filosóficas que lo han acompañando durante la historia del cristianismo. La persona de Cristo es un misterio revelado por los profetas y apóstoles (Col. 2:2), y como tal es nuestro privilegio llegar a conocerlo (Rom. 11:33; Efe. 3:9,10; Col. 1:27). Además, el mensaje a las siete iglesias muestra que  tanto en su dimensión histórica como profética, la iglesia tendría la permanente necesidad de luchar arduamente por la verdad acerca de la persona de Cristo y su misión.
A la par de la revelación de su naturaleza divina, el mensaje a las iglesias revela además la realdad de la plena humanidad de Cristo. La forma en la que aun después de su resurrección y ascensión el mismo Jesús sigue afirmando esta verdad nos lleva a la siguiente conclusión: Cristo no asumió la humanidad solamente por 33 años, sino que lo hizo por toda la eternidad. Los evangelios testifican junto con los profetas que el Redentor del mundo conserva su humanidad para siempre (Luc. 24:36-43; Juan 20:24-28; Dan. 7:13; Apoc. 1:13). El Hijo de Dios llevará voluntariamente “sobre sus hombros” la naturaleza humana por los siglos sin fin (Isa. 9:6; Juan 20:27; Hab. 3:4). “Al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó con la humanidad por un vínculo que nunca se ha de romper. A través de las edades eternas, queda ligado con nosotros… Para asegurarnos los beneficios de su inmutable consejo de paz, Dios dio a su Hijo unigénito para que llegase a ser miembro de la familia humana, y retuviese para siempre su naturaleza humana. Tal es la garantía de que Dios cumplirá su promesa [...] El cielo está incorporado en la humanidad, y la humanidad envuelta en el seno del Amor Infinito”.[11]
Abramos nuestra mente y corazón a esta maravillosa verdad y seamos refrescados por la estas buenas nuevas que son eternas.
Notas y Referencias:
[1] Elena de White, Patriarcas y Profetas, pp. 54, 55.
[2] ———–, Carta 83, 1896, lea también Primeros Escritos, p. 151. En otra cita leemos: “A fin de elevar al hombre caído, Cristo debía alcanzarlo donde estaba. El tomó la naturaleza humana y llevó las debilidades y la degeneración del hombre. El que no conoció pecado, llegó a ser pecado por nosotros. Se humilló a sí mismo hasta las profundidades más hondas del infortunio humano a fin de poder estar calificado para llegar hasta el hombre y elevarlo de la degradación en que el pecado lo había sumergido” (Mensajes Selectos, tomo I, pp. 314,315).
[3] ———–, Sings of the Times, 16-1-1896. En otras citas leemos: – “El pudo haber cedido a las sugestiones mentirosas de Satanás como lo hizo Adán, pero debemos adorar y glorificar al Cordero de Dios, porque no cedió ni en un solo ápice ni en lo más mínimo” (Manuscrito 94, 1893). “Él asumió la naturaleza humana con sus debilidades, con todos sus riesgos, con sus tentaciones… Fue ‘tentado en todo según nuestra semejanza’ (Heb. 4:15). No ejerció en su propio beneficio ningún poder que el hombre no pueda ejercer. Como hombre hizo frente a la tentación, y venció con la fuerza que Dios le dio” (Manuscrito 141, 1901).
[4] Jack Sequeira, La Dinámica del Evangelio Eterno, p. 110.
[5] White, Manuscrito 53, 30-6-1901.
[6] ———–, Sings of the Times, 16-1-1896.
[7] Segundo Tratado del Gran Set 56:6-19; El Apocalipsis de Pedro 81:4-24.
[8] Hechos de Juan 93.
[9] C. Mervyn Maxwell, Dios Revela el Futuro, el mensaje del Apocalipsis, tomo II, p. 141.
[10] “Todo lo que perdió el primer Adán será restaurado por el segundo [se cita  Miq. 4:8; Efe. 1:14]… Ese propósito se cumplirá cuando, renovada por el poder de Dios y liberada del pecado y de la tristeza, [la tierra] llegue a ser la patria eterna de los redimidos” (White, Review and Herald, 22-10-1908).
[11] ———–, Dios nos Cuida, p. 72.