viernes, 24 de junio de 2011

La Persona y la Obra de Cristo en el Mensaje a las Siete Iglesias

La Persona y la Obra de Cristo en el Mensaje a las Siete Iglesias

Por: Héctor A. Delgado

Clasifíquese: Cristologia, Apocalíptica
La persona y la obra de Jesucristo constituye el eje central de las Sagradas Escrituras, conforman además una cadena áurea que engloba y expande todas las demás verdades de la Biblia. Cuando Jesús les dijo a los judíos que escudriñaran las Escrituras, porque ellas daban testimonio acerca de Él, afirmó un hecho de suma trascendencia para todos los tiempos (Juan 5:39). Por medio del sistema de sacrificios, establecido desde la entrada misma del pecado (Gén. 3:21; 4:1; 8:20,21), con su posterior establecido en los rituales del Santuario (Éxo. 25:8,9; Lev. 1-7), hasta los mensajes impartido por los profetas y apóstoles, Dios procuraba hacer cada vez más claro el misterio del Plan de la Salvación (Heb. 4:2; Gál. 3:8, cf. Mar. 4:11; Rom. 16:25; Efe. 3:3-9). Este Plan contempslaba el hecho de que Dios, en la persona de su Hijo, llegaría a participar de la naturaleza humana para redimirlos de las consecuencias del pecado (Juan 1:14). Desde el mismo principio de la caída en el pecado nuestros primeros padres tuvieron una vislumbre de ello, pues para Adán “el ofrecimiento del primer sacrificio fue una ceremonia muy dolorosa.  Tuvo que alzar la mano para quitar una vida que sólo Dios podía dar. Por primera vez iba a presenciar la muerte, y sabía que si hubiese sido obediente a Dios no la habrían conocido el hombre ni las bestias. Mientras mataba a la inocente víctima temblaba al pensar que su pecado haría derramar la sangre del Cordero inmaculado de Dios. Esta escena le dio un sentido más profundo y vívido de la enormidad de su transgresión, que nada sino la muerte del querido Hijo de Dios podía expiar. Y se admiró de la infinita bondad que daba semejante rescate para salvar a los culpables. Una estrella de esperanza iluminaba el tenebroso y horrible futuro, y le libraba de una completa desesperación”.[1] Por consiguiente, cada animal sacrificado era un solemne recordativo de que “sin derramamiento, no hay perdón de pecados” (Heb. 9:22).
El fin del Redentor: La Muerte
En el Santuario, la muerte de cada víctima sacrificada prefiguraba la muerte del Redentor prometido como un “codero sin macha y sin contaminación” para la realización de la expiación por el pecado (Lev. 17:11; Isa. 53:7,12; 1 Juan 2:2, cf. Gén. 22:6-14), a la vez que la dignidad y autoridad del sumo sacerdote, anunciaba su regía dignidad sumo sacerdotal (Heb. 7:26; 8:2). La expiación por el pecado se lograba únicamente a partir de la muerte de la víctima, por consiguiente la encarnación estaba siendo anunciada, pues, ¿De qué otra forma podría morir el divino sustituto y expiar los pecados de la raza humana?
Si el Redentor expiaría el pecado con su muerte, consecuentemente tendría que asumir una condición en la que pudiera hacerlo, ya que Dios no puede morir. Reconociendo el establecimiento provisional del sistema de sacrificio, el salmista señaló: “Sacrificio y presente no quisiste […]; holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: Aquí vengo, en el rollo del libro está escrito de mí. Dios mío, me deleito en hacer tu voluntad, y tu Ley está en medio de mi corazón” (Sal. 40:6-8). La carta a los Hebreos señala que esto se cumple en Cristo al venir como hombre a este mundo (Heb. 10:5,7). El profeta Daniel, en una visión escatológica, nos habla de un Ser excelso que es llevado ante Dios el Padre: “Uno como un Hijo de Hombre” (Dan. 7:13). “Hijo de Hombre” es una clara referencia al Redentor encarnado (Mat. 26:64; 24:30). Es interesante saber que el vocablo que usa Daniel para “hombre” (“enash”) constituye la forma aramea de “enosh”, una palabra que describe la “fragilidad y la mortalidad del hombre”.  Además, en su majestuosa profecía de las 70 semanas el profeta señala aún más directamente que el sistema de sacrificio llegaría a su final en algún momento (“hará cesar el sacrificio y la ofrenda”), porque el Mesías, con su muerte (“no por sí”, es decir, sin causa y culpa propia), pondría “fin al pecado, y expiará la iniquidad” (Dan. 9:24-27). El autor de la epístola a los Hebreos reconoce la temporalidad del sistema de sacrificio desarrollado en el Santuario. Sencillamente fue establecido “hasta el tiempo de reformar las cosas” (Heb. 10:10, cf. 7:18).
En el libro de Isaías, en el conocido pasaje del “Siervo sufriente”, se anunciaba claramente la obra expiatoria del Mesías a favor de su pueblo. Se señala allí los variados aspectos de su ministerio: su humilde surgimiento y apariencia sin atractivo físico como para ser deseado, su muerte sustitutoria y los positivos resultados de su obra (Isa. 53; cf. 11:1,4-13; Jer. 23:5; Zac. 6:12). Estaba claro, el Redentor sería de “arriba”, del cielo (cf. Juan 3:31; 8:23), pero se revestiría con el manto de nuestra humanidad mortal.
El pecado: una ofensa contra Dios
Hay otro aspecto importante. El pecado constituía un agravio y un desafío directo contra la Deidad y su Ley, fundamento del gobierno divino (Rom. 8:7; 1 Juan 3:4; Gén. 3:1-5; Isa. 59:2). Por consiguiente, una criatura, por más excelsa que fuera no podía resarcir semejante ofensa. Sólo Uno, que fuera divino por naturaleza podía asumir el cargo de la vindicación del carácter de Dios, su Ley y la expiación del pecado. Es por eso que, si la identificación del Redentor con el ser humano caído era una necesidad indispensable para expiar el pecado, la divinidad constituía la base para su encarnación. Bien nos dice el Espíritu de Profecía: “Aunque no tenía ninguna mancha de pecado en su carácter, condescendió en relacionar nuestra naturaleza humana caída con su divinidad. Al tomar sobre sí mismo la humanidad, honró a la humanidad. Al tomar nuestra naturaleza caída, mostró lo que ésta podría llegar a ser si aceptaba la amplia provisión que él había hecho para ello y llegaba a ser participante de la naturaleza divina”.[2]
En una ocasión Jesús hizo referencia al Sal. 110:1 para demostrar a los fariseos y saduceos que, el Mesías tendría procedencia divina a pesar de estar vestido con el manto de la humanidad (Mat. 22:41-46). En el libro de Isaías encontramos una de las referencias más directas del Antiguo Testamento sobre la procedencia divina del Redentor prometido: “Porque un Niño nos es nacido, Hijo nos es dado, y el gobierno estará sobre su hombro. Será llamado Maravilloso, Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de Paz” (Isa. 9:6). Miqueas nos dirá que sus “orígenes son desde el principio, desde los días de la eternidad” (Miq. 5:2). La expresión “desde la eternidad” no denota antigüedad solamente, sino existencia eterna (cf. Sal. 90:2; Hab. 1:12; Neh. 9:5; 1 Cron. 29:10).
Los escritores del Nuevo Testamento establecen que la razón principal por la que Cristo asumió la naturaleza humana fue para poder redimirla (Juan 1:14; Gál. 4:4; Fil. 2:5-7). Y más aún, el Hijo eterno no sólo tomó la humanidad sobre su naturaleza divina, sino que esa naturaleza humana que asumió – como ya vimos –, es identificada con “nuestra naturaleza humana caída”. La misma naturaleza que es común a todos los seres humanos nacidos en este mundo (Heb. 2:14; Rom. 1:3; 8:3; Gál. 4:4).
La divinidad de Cristo también es presentada claramente por los autores del Nuevo Testamento (Juan 1:1; 8:58; Rom. 9:6; Tit. 2:13; 1 Tim. 3:16). Nadie extraviará esta verdad a menos que decida seguir su criterio personal en el estudio de la Palabra de Dios. El testimonio unánime de los escritores inspirados es que, en Jesucristo, está unida la divinidad y la humanidad. En Cristo entonces, se funden la realidad y el cumplimiento de los propósitos eternos de Dios para la raza humana, la consumación de todo cuando está escrito “en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Luc. 24:44, cf. vers. 27). A través de Él se restablecerá el orden original de justicia que imperaba antes del surgimiento del pecado (1 Cor. 15:24-28).
La divinidad y la humanidad de Cristo en las cartas a las Iglesias
El mensaje a las siete iglesias es coherente con este hecho, dando así a entender que esta verdad debió ser preservada durante toda la era cristiana. Las herejías surgidas durante la historia de la iglesia demuestran precisamente una falla en la comprensión de esta importante enseñanza. Y estas desviaciones de la doctrina verdadera es lo que ha provocado la presente amalgama de ideas confusas que vemos plasmada en los cuerpos religiosos de la actualidad. Por consiguiente, una comprensión errónea de la persona y la misión de Cristo desencadena automáticamente en una experiencia cristiana defectuosa. Y una experiencia así, inducirá a la iglesia a robarle a Cristo el honor y la gloria que se merece.
De hecho, según comprobaremos, el mensaje del Hijo eterno a las iglesias está marcado por una intensión fundamental: La iglesia tiene que saber y reconocer Quién es el que le habla, amonesta, corrige y anima. Y los errores cometidos por el cristianismo en toda su historia es la mayor evidencia que tenemos de que la iglesia ha ignorado por largo tiempo a su Señor y Redentor. Pero nosotros, los que “hemos llegado al fin de los siglos” (1 Cor. 10:11), debemos recobrar nuevas fuerzas en procura de establecernos sobre un fundamento firme. La Palabra debe ser investigada con oración perseverante y profunda devoción para encontrar en Ella la luz que nos guiará por sendas seguras de verdad (Sal. 139:23-24).
El método que seguiremos en nuestro análisis es el siguiente: Primero evaluaremos la divinidad de Cristo en cada mensaje, pero no por separado, sino en conjunto, pues algunas referencias se repiten en más de un mensaje (cf. Apoc. 2:1, 3:1). Luego analizaremos las referencias a la humanidad de Jesús y sus implicaciones para nosotros hoy. Pero antes veamos los atributos de Cristo en el mensaje a cada iglesia en forma paralela.
LAS 7 IGLESIASTÍTULOS DE CRISTO
1era. ÉfesoEl que tiene las siete estrellas en su mano derecha, y anda entre los siete candelabros de oro (Apoc. 2:1).
2da. EsmirnaEl Primero y el Ultimo, el que estuvo muerto y revivió (vers. 8).
3era.  PergamoEl que tiene la espada aguda de dos filos (vers. 12).
4ta. TiatiraEl Hijo de Dios, que tiene ojos como llama de fuego, y pies semejantes al bronce bruñido (vers. 18).
5ta. SardisEl que tiene los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas (Cap. 3:1).
6ta. FiladelfiaEl Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre (vers. 7).
7ma. LaodiceaAsí dice el Amén, el Testigo Fiel y Verdadero, el origen de la creación de Dios (vers. 14).
El Cristo divino: Iglesias de Éfeso y Sardis
La primera referencia a la divinidad del Hijo de Dios aparece en el mensaje a la iglesia de Éfeso: “El que tiene las siete estrellas en su mano derecha” (Apoc. 2:1, cf.  1:16,20). La misma declaración se repite en el mensaje a la iglesia de Sardis (cap. 3:1). Aunque las siete estrellas son simbólicas, representan a los “ángeles de las iglesias” (cap. 1:20), el hecho de que Cristo es descrito como teniéndolas en su mano derecha constituye una evocación al registro de la creación (Gén. 1:16; Isa. 48:13; Sal. 8:3; Job 9:9). Guarda relación además con la manifestación de la omnipotencia divina ejercida a favor de su pueblo (Juec. 5:20). En algunos pasajes poéticos del AT se hace referencia a las estrellas como alabando a Dios mientras ejerce su poder creador (Job. 38:7). El Creador y las estrellas están relacionados.
En otros textos las estrellas son utilizadas por Dios para ilustrar y fortalecer su promesa de bendecir a su remanente entre las naciones (Gén. 15:5; 22:17). De hecho, en el libro de Génesis, “once estrellas” fueron utilizadas para simbolizar la mayoría de los líderes del pueblo de Dios (Gén. 37:9). En consecuencia, las estrellas constituyen un símbolo adecuado para representar a los ministros “que enseñan la justicia a la multitud” (Dan. 12:3). “Porque los labios del sacerdote han de guardar la sabiduría, y de su boca el pueblo buscará la ley; porque mensajero es de Jehová el todopoderoso” (Mal. 2:7). Si los ministros no cumplen la misión asignada desatendiendo la amonestación del Señor de la Iglesia, se convierten en “estrellas errantes” y caídas (Jud. 13). Incluso, su iglesia corre el riesgo de ser “removida de su lugar” (Apoc. 2:5). Una clara referencia a la caída espiritual y la subsiguiente pérdida del favor divino.
La declaración de Juan sobre Cristo como teniendo las siete estrellas en su mano derecha, evoca también el control divino sobre la creación (Isa. 40:26; Sal. 147:4), pero también su poder sustentador (Deut. 33:3). Cristo no sólo “hizo el universo”, sino que es “quien sustenta todas las cosas con su poderosa palabra” (Heb. 1:2,3, cf. Col. 1:16,17). De igual manera, Él dirige y sustenta a los dirigentes de su iglesia a fin de que lleguen “a la unidad de la fe y al conocimiento del Hijo de Dios, a un estado perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Efe. 4:13,14).
Pérgamo y Tiatira
En los mensajes a estas iglesias existen dos referencias que debemos ver ahora: “El que tiene la espada aguda de dos filos” (Apoc. 2:12), “el Hijo de Dios, que tiene ojos como llama de fuego” (vers. 18). Ambas referencias hacen alusión a la facultad de juzgar que posee Cristo. La primera revela la veracidad de su Palabra, y la segunda, su conocimiento absoluto de todas las cosas (Heb. 4:12; Apoc. 19:15,21). Ambos requisitos son indispensables para ejecutar un juicio justo e imparcial. En el Antiguo Testamento, el juicio es prerrogativa divina, pues Él es quien conoce a plenitud todas las cosas: “Dios es un Juez justo” (Sal. 7:11, cf. Deut. 32:36; Sal. 50:6; 75:7). En el Nuevo Testamento encontramos esta misma idea (Hech. 17:31; Heb. 10:30; Apoc. 20:11-13). Pero Dios el Padre “a nadie juzga, sino que confió todo el juicio al Hijo”, con un sólo objetivo: “Para que todos honren al Hijo como honran al Padre” (Juan 5:22,23). Así que las declaraciones de Apoc. 2:13 y 18 están fundadas sobre el extraordinario hecho de que Cristo es divino y humano. Su divinidad lo calificó para ser el Redentor y su humanidad lo calificó apara redimir y juzgar a la humanidad. Nadie podrá señalar una razón que pueda justificar su desobediencia a la Ley de Dios, pues el juicio está en mano de aquel que “fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15; 2:14). En este contexto se nos dice:
“Dios fue manifestado en carne para condenar al pecado en la carne, manifestando una perfecta obediencia a toda la Ley de Dios. Cristo no pecó, ni fue hallado engaño en su boca. No corrompió la naturaleza humana [con la desobediencia], y aunque en la carne, no transgredió la Ley de Dios en ningún particular. Más aún, eliminó toda posible excusa que el hombre caído pudiera evocar, a modo de razón para no obedecer la Ley de Dios [...] Este testimonio concerniente a Cristo muestra llanamente que condenó el pecado en la carne”.[3]
La expresión “ojos como llama de fuego” es una referencia a la divinidad de Cristo en su manifestación más plena. En el capítulo 1 Juan Jesús describe a Cristo teniendo “su cabeza y sus cabellos blancos como blanca lana, como nieve” y  “sus ojos eran como llama de fuego” (vers. 14). Las figuras de “lana blanca”, “nieve” y “fuego” aparecen en la descripción que hace el profeta Daniel de Dios el Padre (Dan. 7:9). Así mismo, en su segunda venida “en gloria y majestad” Cristo es descrito como teniendo “ojos como llamas de fuego” (Apoc. 19:12), viene en todo el poder de su divinidad y hace de ella una manifestación todopoderosa. Por eso es que los impíos morirán con el “resplandor” de su venida (2 Tes. 1:6-8; Isa. 11:4b). Ningún mortal puede ver a Dios en toda su gloria y continuar viviendo.
En el Apoc. 2:18 (mensaje a Tiatira), Cristo se nombra así mismo “el Hijo de Dios”, algo que no es casual, pues esa designación constituye una referencia a su filiación divina. Así como la expresión “Hijo del Hombre” señala a su perfecta unión con la humanidad, “Hijo de Dios” establece su relación con la divinidad (Luc. 1:35; Mat. 4:3; 8:29; 14:33; 26:63; Juan 10:36).
Esmirna y Sardis
Veamos las dos siguientes designaciones: “El Primero y el Último, el que estuvo muerto y revivió”, y “el que tiene los siete Espíritus de Dios” (Apoc. 2:8; 3:1). En el cap. 1:11,17 y 22:13 aparece nuevamente el título “el Primero y el Último”. Esta expresión es un título divino que Jehová Dios se aplica así mismo en el Antiguo Testamento (Isa. 41:4; 44:6; 48:12). Si Cristo es “el Primero y el Último” no quiere decir que el apóstol Juan confunde su personalidad con la del Padre, sino que le atribuye posición de igualdad (Juan 10:30; 17:3). Su divinidad queda remarcada por el hecho de que Él posee “los siete Espíritus de Dios”. Dada la naturaleza simbólica del número siete en el libro de Apocalipsis, esta expresión constituye una referencia apocalíptica de la plenitud del Espíritu Santo. Él posee la plenitud del Espíritu divino (cf. Luc. 4:18; Juan 1:32; 7:38,39). Esta es la fórmula juanina para expresar lo que ya el apóstol Pablo había señalado sobre Jesús: que Él “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad corporalmente” (Col. 2:9).
De Cristo se habla como de un león, pero también es descrito como un cordero con siete ojos y siete cuernos (Apoc. 5:5). Una evidente referencia a suomnisciencia y omnipotencia. Cualidades únicas del Ser divino.
Filadelfia
Veamos ahora la triple declaración que se nos presenta en la carta a Filadelfia: “El Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David” (Apoc. 3:7). Los títulos “Santo” y “Verdadero obviamente son utilizados aquí como nombre. Juan no está diciendo aquí que va a hablar el que es “santo y verdadero”, sino, “el Santo, el Verdadero”. Se está resaltando intrínsecamente la naturaleza divina de Quien comunica el mensaje. Santo, es un nombre aplicado frecuentemente a Dios en el AT: “No hay santo como Jehová, no hay ninguno fuera de ti”, “el Santo de Israel” (1 Sam. 2:2; 2 Rey. 19:22, cf. Isa. 10:20; 40:25; 43:15; 45:22). De hecho, “Santo” fue un título aplicado proféticamente a Cristo (Sal. 16:10). No sólo él es santo de carácter, sino que es “el Santo” en el sentido más elevado (Mar. 1:24; Hech. 3:14).
“Verdadero” es otro nombre aplicado a Dios en el Antiguo Testamento (Jer. 10:10). Ya Juan en su primera carta se había referido a Cristo con este título: “Sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero. Y estamos en el verdadero, en su Hijo Jesucristo.Este es el verdadero Dios, y la vida eterna” (1 Juan 5:20). Nuevamente encontramos la designación aplicada a Cristo en Apoc. 3:14.
La autoridad divina del Hijo eterno queda remarcada ahora por un nuevo título: “El que tiene la llave de David”. Esta imagen es tomada directamente de Isa. 22:22, donde se nos dice que el siervo Eliaquín recibiría de Dios la autoridad de supervisar “la casa de David”. Las llaves de David señalan su autoridad divina de Cristo y su triunfo sobre la muerte (Apoc. 1:18), y dicha autoridad es ejercida en la iglesia para la ejecución de sus propósitos: “Toda autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18, cf. Efe. 1:22,23). En las epístolas paulinas, la victoria de Cristo sobre el pecado está indisolublemente unida a su autoridad divina: “Por eso Dios también lo exaltó hasta lo sumo, y le dio un Nombre que es sobre todo nombre” (Fil. 2:10, cf. vers. 5-9; Efe. 1:20,21; Heb. 12:2).
Laodicea
Esta es la última iglesia, por lo tanto contiene el último mensaje de Dios a su pueblo. El tiempo escatológico en que vive esta iglesia hace que sea más significativo su mensaje. De igual manera, es importante comprender el significado de los títulos que Cristo se aplica así mismo al hablar al ángel de esta congregación: “Así dice el Amén, el Testigo Fiel y verdadero, el origen de la creación de Dios” (Apoc. 3:14). El “Amén” constituye clara reminiscencia de Isa. 65:16: “El que se bendijera en la tierra, en el Dios de verdad [lit. ‘amén’] se bendecirá; y el que jurare en la tierra, por el Dios de verdad [lit. ‘amén’] jurará”. El “Amén” se usa aquí como nombre de la Deidad, y es en este sentido que Juan lo aplica a Cristo (cf. 1 Juan 5:20). La designación “el Testigo Fiel y verdadero” refuerza la autoridad y la veracidad de su mensaje.
Cuando leemos el evangelio de Juan encontramos a Cristo defendiendo su testimonio personal sobre Sí mismo ante los fariseos. El argumento de los judíos fue claro: “Tú das testimonio de ti mismo. Tu testimonio no es válido” (Juan 8:13). Pero la repuesta puntual de Cristo fue: “Aunque yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio es válido, porque sé de dónde he venido y adónde voy […] Y si yo juzgo, mi juicio es válido, porque no soy solo, sino yo y el Padre que me envió. En vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es válido. Yo Soy el que doy testimonio de mí mismo, y el que me envió, el Padre da testimonio de mí” (vers. 14,16-18). Estos textos proveen el antecedente escriturario para la declaración apocalíptica “Testigo Fiel y Verdadero”. El testimonio de Cristo a la iglesia de Laodicea está determinado por la veracidad de Quien lo da. Cristo, como Dios veraz no puede sino hablar solamente la verdad, y como “Testigo Fiel” expondrá con veracidad los hechos que imputa a su indiferente iglesia del tiempo del fin.
Pero Juan nos presenta una declaración aún más penetrante sobre el Hijo eterno: “El Principio de la creación de Dios”. Esta expresión junto a Col. 1:15 posiblemente ha constituido el caballo de batalla de aquellos que, desde Orígenes y el presbítero Arrio, hasta hoy, insisten en que Cristo es un ser creado. La opinión de Arrio era que Jesús “fue engendrado de Dios antes de todos los siglos”. Una creencia sencillamente heredada de Orígenes, quien años antes había expresado que el Hijo “nació del Padre antes de toda la creación”. La declaración de Orígenes marca el comienzo de esta creencia. Pero el contenido del mensaje a Laodicea no demanda ni permite dicha interpretación. Esta opinión, por más creíble que haya sido expuesta, falta a la verdad, pues está fundamentada sobre una presuposición antibíblica.
Hay dos cosas que debemos tomar en cuenta al leer este texto. 1) Juan NO dice que Cristo es “el principio de la creación hecha por Dios”. Sino “de Dios”. 2) La palabra “principio” puede traducirse correctamente como “origen”. Entonces, el texto sencillamente dice que Cristo es “el origen de la creación de Dios”. Juan está diciendo que Jesús es la fuente u origen de la creación de Dios. La creación procede y se origina en Él. Y esto está en completa armonía con el resto de las Escrituras: “En el principio ya existía el Verbo […], Todas las cosas fueron hechas por Él. Y nada de cuanto existe fue hecho sin Él” (Juan 1:1-3). “Por Él fueron creadas todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados o autoridades. Todo fue creado por medio de Él y para Él” (Col. 1:15, cf. Heb. 1:2,3). “Porque Cristo existía antes de todas las cosas, y todas las cosas subsisten en Él” (Col. 1:16).
En este contexto, la expresión “el origen [fuente o causa] de la creación de Dios” contiene una verdad esperanzadora: invita a la iglesia tibia e indiferente del tiempo del fin a dejar que el divino Creador ejerza su poder omnipotente yorigine en ella una nueva experiencia espiritual. Este poder creador puede romper el círculo vicioso de la indiferencia y la apatía, de la tibieza que la causa nauseas a su divino Señor. De nuestro Señor puede brotar y surgir una nueva vida llena de dinamismo que lleve a feliz término su obra en esta tierra. Laodicea tiene el privilegio de pasar por esta experiencia.
El Cristo humano
La humanidad de Cristo queda establecida firmemente por las siguientes declaraciones: “estuvo muerto y revivió” (Apoc. 2:8), “pies semejantes al bronce bruñido” (vers. 18), “el que tiene la llave de David” (cap. 3:7). La primera expresión resalta la fragilidad de la naturaleza humana que asumió el Salvador para poder redimir a la raza humana, pero también apunta a su triunfo sobre el poder del pecado y la muerte. “Por cuanto los hijos participan de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por su muerte al que tenía dominio de la muerte, a saber, al diablo” (Heb. 2:14). La humanidad de Cristo era mortal, y en las palabras de Pablo era, “la misma” que poseemos todos los redimidos. “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4,5).
La segunda expresión (“pies semejante a bronce bruñido”) está relacionada íntimamente con la primera, y aunque puede constituir una referencia al aspecto sobrenatural de Jesús en la visión (cf. Dan. 10:6), señala adecuadamente los sufrimientos que Cristo experimentó durante su ministerio para consumar la redención: “He pisado yo solo el lagar [de la ira de Dios], y de los pueblos nadie había conmigo” (Isa. 63:3). En la carta a los Hebreos leemos: “En los días de su vida terrenal, Cristo ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que lo podía librar de la muerte. Y fue oído por su reverente sumisión. Aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia. Y perfeccionado, vino a ser una fuente de eterna salvación para todos los que obedecen” (cap. 5:7-9, cf. Apoc. 1:15; Isa. 53:3-12). Cristo no asumió la humanidad en forma aparente, el realmente “fue hecho carne”.
El Apocalipsis presenta los resultados de los sufrimientos y la muerte de Cristo como una realidad que trasciende el tiempo (Apoc. 1:5; 13:8 – pasado; vers. 18; 2:8  – pasado y presente; 5:6 – presente; 7:9,10,14; 14:1 – futuro). Aquel que fue hecho carne (Juan 1:14), es el mismo que vendrá a liberarnos (Apoc. 19:11-13).
La última de las tres expresiones, “el que tiene la llave de David” nos habla de la regia autoridad del Hijo de Dios, aquella que ganó con su  propia sangre. Es interesante saber que el que tiene la llave de David, es precisamente Aquél de quien la Biblia dice que “es del linaje de David, según la carne” (Rom. 1:3; cf. Mat. 20:30,31). Se ha observado que “el hecho de que los escritores del Nuevo Testamento pudieran registrar la genealogía de Cristo y trazar sus raíces hasta David (Rom. 1:3), hasta Abrahán (Mat. 1:1-16), y hasta Adán (Luc. 3:23-28), prueba claramente que la humanidad de Cristo fue ‘parte y conjunto’ de la humanidad que Él vino a redimir”.[4] El Salvador se identificó con humanidad, aquella humanidad que necesitaba redención. Esta es la idea expresada claramente en la carta a los Hebreos (cap. 2:10-18). Tanto el Redentor y los redimidos poseen una naturaleza humana común: “Él participó de los mismo” (Heb. 2:14). En nuestra humanidad, donde el pecado se había atrincherado dominado al ser humano, Cristo lo enfrentó y desafió su poder triunfando sobre él. “Porque lo que era imposible para la Ley, por cuanto era débil por la carne, Dios [lo hizo], enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado [por lo que el pecado es, e implica], condenó al pecado en la carne” (Rom. 8:3).
Aunque se ha discutido mucho sobre este texto, solo diremos que nunca lo entenderemos correctamente mientras ignoremos su contexto. En el capítulo 7 Pablo hace claro qué constituye “el pecado en la carne”: “el pecado que mora en mí” (vers. 17, 20); “en mi carne, no mora el bien” (vers. 18); “el mal está en mí” (vers. 21); “la ley del pecado que está en mis miembros” (vers. 23). El “pecado en la carne” es un principio poderoso del cual no podemos liberarnos por nosotros mismos (note el clamor de Pablo: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” – vers. 24). Era necesario que se produjera una liberación de este poder y se asegurara su destrucción. Ahí es precisamente donde entra Cristo: El toma nuestra naturaleza humana, “con todo su pasivo”, asumiendo el terrible riesgo de fracasar como otros lo habían hecho y realiza la redención haciendo libre a todos “los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre” (Heb. 2:15, cf. Rom. 8:2). “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley [en la misma condición de los perdidos], para redimir a los que estaban bajo la Ley [¡esa es la idea!], a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gál. 4:4,5).
El milagro de los milagros es que Cristo, en nuestra humanidad “vino a esta tierra para ser tentado en todos los puntos, tal como son tentados los seres humanos”,[5] “fue manifestado en carne para condenar al pecado en la carne” y aunque rodeado de las mismas debilidades del hombre caído, “no corrompió la naturaleza humana [con la desobediencia], y aunque en la carne, no transgredió la Ley de Dios en ningún particular”.[6] Su perfecta obediencia y su perfecto sacrificio constituye nuestra garantía de vida eterna.
Los errores cristológicos y soteriológicos de los nicolaítas
En el mensaje a las iglesias de Éfeso y Pérgamo se hace referencia a las “obras de los nicolaítas”, quienes, según evidencias históricas confiables, consistían en una secta de origen griego que promovía el gnosticismo. En el área cristológica, esta secta enseñaba una idea opuesta a las claras enseñanzas apostólicas. Su argumento principal era que el Cristo, el Verbo eterno, realmente nunca se encarnó, pues era imposible que lo eterno e inmaterial (bueno por naturaleza) se uniera a lo temporal y material (malo y corrupto). Pero no pudiendo negar la realidad histórica de Jesús de Nazaret recurrieron a un doble argumento confuso y engañoso. Por un lado, sostenían que el Cristo eterno y el Jesús que estuvo en la tierra eran dos personas distintas.[7] Y por otro lado, sostenían que Cristo solo parecía humano, que no dejaba huellas al caminar, porque era “inmaterial e incorpóreo […] como si no existiera en absoluto”.[8] Pero los escritores del Nuevo Testamento identificaron a Jesús como plenamente divino y humano (Juan 1:1-3,14; Rom. 1:3; 9:5; Fil. 2:5-9; 1 Juan 4:2). Lo señalaron como un Ser “único” (Juan 1:18; 3:16). Y más allá de toda duda, defendieron la realidad de su encarnación (Juan 1:14,18; 3:16; Luc. 1:35; Fil. 2:5-9; 1 Juan 4:1-3).
Juan reconoció además la acción de un poder infernal que había comenzado a obrar para destruir la verdad acerca de Cristo y su Evangelio: “Hijos, ya es la última hora. Y como habéis oído, el anticristo ha de venir. Aun ahora han aparecido muchos anticristos. Por eso sabemos que es la última hora. Salieron de entre nosotros, pero no eran de nosotros. Si hubieran sido de los nuestros, habrían quedado con nosotros. Su salida muestra que no todos son de nosotros. Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis todas las cosas. No os escribo porque ignoráis la verdad, sino porque la conocéis, y porque ninguna mentira procede de la verdad. ¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. El que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene también al Padre” (1 Juan 2:18-23). Negar la encarnación de Cristo es pretender negar el Plan eterno y el “Consejo de Paz” (Zac. 6:13) que hubo entre los miembros de la Deidad para la redención de la humanidad.
En el área soteriológica, los gnósticos hicieron su propuesta también: Cristo realmente no vino a redimir al hombre del pecado, sino de las tinieblas de la ignorancia, vino a ayudar a la humanidad a encontrar la gnosis, el conocimiento verdadero. La redención no la realiza Cristo con su muerte sino el mismo ser humano al descubrir el conocimiento. La respuesta cristiana fue directa: “Y ésta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú has enviado” (Juan 17:3). Es el conocimiento del Dios verdadero tal y como fue revelado por el Hijo eterno, y de Él como revelación última y absoluta de Dios que los seres humanos alcanza la salvación. Cuando los hombres entran en una relación salvadora con Cristo, después de haber aceptado su muerte expiatoria, es que han encontrado el verdadero conocimiento que conduce a la vida eterna. Los cristianos no han sido llamados a conocer algo (ya sean misterios o doctrinas), sino a Alguien. Ya lo expresó el gran Apóstol: “Considero todas las cosas como pérdida por el sublime valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por Él lo perdí todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo; y ser hallado en Él, no en mi propia justicia, que viene por la Ley, sino en la que es por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios por la fe. A fin de conocer a Cristo y conocer el poder de su resurrección […]” (Fil. 3:8-10). Pablo es categórico al decir que en Cristo “están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”. Y lo dice “para que nadie os engañe con palabras persuasivas” (Col. 2:3,4). Este conocimiento de Cristo lleva al alma contrita a las más completa y maravillosa experiencias cristiana: La Justificación por la Fe.
El mensaje cristiano es bastante claro, no está expresado en un lenguaje revesado, ni en códigos que necesitan ser descifrados por algunos llamados “elegidos”, sino que puede ser entendido plenamente por los verdaderos“elegidos” en Cristo “desde antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos y sin culpa ante él en amor” (Efe. 1:4). Así que, mientras en el gnosticismo (así como en algunas ramas del cristianismo) los “elegidos” son un grupo selecto de individuos, los verdaderos “elegidos” son aquellos que fueron unidos al Redentor del mundo por medio del milagro de la encarnación. Habiendo asumido nuestra naturaleza humana, el Redentor llegó a ser lo que nosotros somos, y así se unió a la raza humana por un lazo indisoluble: “Porque el que santifica y los que son santificados, todos proceden de uno. Por eso, no se avergüenza de llamarlos hermanos” (Heb. 2:10). Ahora, todos compartimos con Él una vida común, su propia vida. Esa es la mayor manifestación de “la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús” (1 Cor. 1:4). Así, nos unimos al canto eterno de gratitud apostólica: “¡Gracias a Dios que nos hizo un regalo tan grande, que no tenemos palabras para expresarle nuestra gratitud!” (2 Cor. 9:15, DHH).
Otra Mirada a la expresión “el origen de la creación”
Antes de concluir nuestro estudio quiero llamar vuestra atención nuevamente a la expresión “el principio de la creación de Dios” de Apoc. 3:14. Veamos el primero. Cuando estudiamos la palabra “principio” u “origen” en el contexto de Jesús como la fuente y causa de la creación original, vimos sólo una parte de la verdad contenida en el pasaje. Esa interpretación, según entendemos, no agotó todo el contenido de esta interesante declaración. Pero lo expuesto aquí constituye sólo nuestro punto de vista sobre esta declaración inspirada.
Es conocido que la palabra “origen” (griego “arjé”) tiene dos sentidos, uno pasivo y otro activo. Si se le aplicara el primer sentido de esta palabra a Cristo muchos temen que lo señale como el primer ser creado (y así lo ven algunos cristianos hoy), pues en sentido pasivo “arjé” designa aquello que “recibe la acción en el principio”. Por otro lado, si aplicamos el sentido activo al Hijo eterno, lo estaría designando como la fuente o motor que causa la creación. La Biblia claramente enseña que Jesús es el Creador de todo cuanto existe (Juan 1:3; Col. 1:16). Pero también señala que el Creador del mundo es el mismo que efectuó la redención. Y esta es precisamente la idea que queremos desarrollar aquí.
Volviendo a la palabra “arjé” (transliterada por algunos como “arque”), debemos decir que esta raíz indicaba originalmente “aquello que era de valor”. La palabra  “monarca” está compuesta de “dos términos griegos: mono, único, y “arjé”, que aparece como ‘arca’ y que significa en este caso ‘el único gobernante’; por eso la palabra se aplica a alguien que gobierna solo”.[9]Aunque para algunos que hablaban el griego “arjé” llegó a significar “comienzo” o “principio” ese no era el sentido que tenía originalmente. Y sin dejar de tomar en cuenta sus dos sentidos (pasivo y activo), veamos todo lo que puede estar implicado en la expresión “el principio de la creación de Dios”.
Lo primero es que, tanto el Padre como el Hijo están indisolublemente unidos en esta frase. Algo común en toda la Escritura (cf. Gen. 1:1,26, Juan 1:1-3; 3:16, 8:16,18, etc.). Aunque se señala al Hijo como “la fuente de la creación”, el texto es claro, la creación “de Dios”. Es por eso que aunque leemos que “todas las cosas fueron hechas por él” (Juan 1:3), también se nos dice que “todo fue creado por medio de Él y para Él” (Col. 1:16). La misma idea aparece en Heb. 1:2,3. Así mismo, la salvación de la raza humana es atribuida al Padre y al Hijo. Del Padre se habla como “el Dios vivo, Salvador de todos los hombres” (1 Tim. 4:10; 1:1, 2:3, cf. Sal. 65:5; 68:19,20). Pero también leemos de “nuestro Salvador Jesucristo” (2 Tim. 1:10; 2 Ped. 2:1; 2 Ped. 1:11). En los siguientes pasajes se hace referencia conjunta al Padre y al Hijo como nuestros salvadores: Tito 1:3,4; 2:10,13; 3:4,7; Juan 3:16; Rom. 8:32. Así que, tanto la obra de la Creación como la obra de la redención es el producto de la acción conjunta de la Deidad. Y más aún, la redención es presentada en las Escrituras como un acto de recreación originado por la misma Deidad (Efe. 2:1-5,10; Col. 2:13; 2 Cor. 5:17). La cruz fue el medio a través del cual se logró una nueva creación: “Por medio de Él [Cristo] reconciliar consigo todas las cosas, así lo que está en la tierra como lo que está en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:20; Rom. 5:10; 2 Cor. 5:18,19). La redención-recreación constituye la acción del Dios único en el marco de la historia de la humanidad en la Persona de su Hijo Jesucristo.
La Biblia presenta la humanidad en el contexto de dos hombres y sus respectivas acciones: el “primer Adán” y Cristo, el “segundo Adán”. En el primero nos presenta fracasado, caídos, condenados y perdidos, pero en el “segundo Adán” nos presenta redimidos, prisioneros de esperanza, libres de condenación y reconciliados con Dios (Rom. 5:12-21; 1 Cor. 15:21,22,45).[10]En Cristo, la historia y la humanidad tuvieron un nuevo comienzo, por lo tanto, al introducir con su muerte expiatoria esta nueva era, Cristo pregona libertad a los cautivos, el año agradable del Señor para todos los que “estaban durante toda la vida sujeto a servidumbre” (Heb. 2:15). Con su muerte, la humanidad redimida recibe la bendición de poder vivir (lo reconozca o no) bajo una nueva vida. Por lo tanto, en esta nueva creación, Cristo, es el “principio”, el que ocupa el lugar supremo y en quien, todos están no solorepresentados, sino redimidos. Aquí encuentra su verdadero sentido la expresión “primogénito de la creación” (Col. 1:15). De esta nueva creación, introducida con su supremo sacrificio, Cristo es el primero y más importante.En Él se origina y se consuma la nueva creación. Por lo tanto, la expresión “el principio (fuente o causa) de la creación de Dios” apunta a la gran obra de la redención que fue realizada por Dios “en Cristo” cuando estuvo “reconciliando consigo al mundo, no tomándole en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Cor. 5:19). La primera creación se originó en Cristo y así mismo tuvo su origen en Él la recreación de la raza caída. Cristo es el Agente (nuestro eterno Mediador), por medio del cual el Padre trajo a la existencia todos “los mundos” (Heb. 1:2), y fue también el medio por medio del cual rescató y redimió la creación mancillada por el pecado. Y si miramos hacia el futuro, veremos que es Él quien también hará nuevas todas las cosas (1 Cor. 15:24-28; 2 Ped. 3:13). En Cristo, encuentra la raza humana caída, su principio, su preservación presente y su consumación final.
Conclusión
El Apocalipsis, en armonía con los demás libros de la Biblia revela la plena divinidad y humanidad de Cristo. Lo presenta como uno con el Padre en naturaleza y propósitos.  La forma en que se nos revela este tema en el mensaje a las iglesias demuestra claramente que ha sido, es y será un tema inagotable. Pero debe ser analizado y recibido libre de las presuposiciones filosóficas que lo han acompañando durante la historia del cristianismo. La persona de Cristo es un misterio revelado por los profetas y apóstoles (Col. 2:2), y como tal es nuestro privilegio llegar a conocerlo (Rom. 11:33; Efe. 3:9,10; Col. 1:27). Además, el mensaje a las siete iglesias muestra que  tanto en su dimensión histórica como profética, la iglesia tendría la permanente necesidad de luchar arduamente por la verdad acerca de la persona de Cristo y su misión.
A la par de la revelación de su naturaleza divina, el mensaje a las iglesias revela además la realdad de la plena humanidad de Cristo. La forma en la que aun después de su resurrección y ascensión el mismo Jesús sigue afirmando esta verdad nos lleva a la siguiente conclusión: Cristo no asumió la humanidad solamente por 33 años, sino que lo hizo por toda la eternidad. Los evangelios testifican junto con los profetas que el Redentor del mundo conserva su humanidad para siempre (Luc. 24:36-43; Juan 20:24-28; Dan. 7:13; Apoc. 1:13). El Hijo de Dios llevará voluntariamente “sobre sus hombros” la naturaleza humana por los siglos sin fin (Isa. 9:6; Juan 20:27; Hab. 3:4). “Al tomar nuestra naturaleza, el Salvador se vinculó con la humanidad por un vínculo que nunca se ha de romper. A través de las edades eternas, queda ligado con nosotros… Para asegurarnos los beneficios de su inmutable consejo de paz, Dios dio a su Hijo unigénito para que llegase a ser miembro de la familia humana, y retuviese para siempre su naturaleza humana. Tal es la garantía de que Dios cumplirá su promesa [...] El cielo está incorporado en la humanidad, y la humanidad envuelta en el seno del Amor Infinito”.[11]
Abramos nuestra mente y corazón a esta maravillosa verdad y seamos refrescados por la estas buenas nuevas que son eternas.
Notas y Referencias:
[1] Elena de White, Patriarcas y Profetas, pp. 54, 55.
[2] ———–, Carta 83, 1896, lea también Primeros Escritos, p. 151. En otra cita leemos: “A fin de elevar al hombre caído, Cristo debía alcanzarlo donde estaba. El tomó la naturaleza humana y llevó las debilidades y la degeneración del hombre. El que no conoció pecado, llegó a ser pecado por nosotros. Se humilló a sí mismo hasta las profundidades más hondas del infortunio humano a fin de poder estar calificado para llegar hasta el hombre y elevarlo de la degradación en que el pecado lo había sumergido” (Mensajes Selectos, tomo I, pp. 314,315).
[3] ———–, Sings of the Times, 16-1-1896. En otras citas leemos: – “El pudo haber cedido a las sugestiones mentirosas de Satanás como lo hizo Adán, pero debemos adorar y glorificar al Cordero de Dios, porque no cedió ni en un solo ápice ni en lo más mínimo” (Manuscrito 94, 1893). “Él asumió la naturaleza humana con sus debilidades, con todos sus riesgos, con sus tentaciones… Fue ‘tentado en todo según nuestra semejanza’ (Heb. 4:15). No ejerció en su propio beneficio ningún poder que el hombre no pueda ejercer. Como hombre hizo frente a la tentación, y venció con la fuerza que Dios le dio” (Manuscrito 141, 1901).
[4] Jack Sequeira, La Dinámica del Evangelio Eterno, p. 110.
[5] White, Manuscrito 53, 30-6-1901.
[6] ———–, Sings of the Times, 16-1-1896.
[7] Segundo Tratado del Gran Set 56:6-19; El Apocalipsis de Pedro 81:4-24.
[8] Hechos de Juan 93.
[9] C. Mervyn Maxwell, Dios Revela el Futuro, el mensaje del Apocalipsis, tomo II, p. 141.
[10] “Todo lo que perdió el primer Adán será restaurado por el segundo [se cita  Miq. 4:8; Efe. 1:14]… Ese propósito se cumplirá cuando, renovada por el poder de Dios y liberada del pecado y de la tristeza, [la tierra] llegue a ser la patria eterna de los redimidos” (White, Review and Herald, 22-10-1908).
[11] ———–, Dios nos Cuida, p. 72.

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